La lepra era una enfermedad mortal en la época de Jesús, un mal que te consumía por dentro y por fuera, que te discriminaba social y religiosamente porque se pensaba seriamente que era un castigo de Dios por pecados presentes o anteriores. Pero el leproso es un hombre de fe profunda y reconoce a Dios en Jesús y no en sus representantes judíos.
La lepra, hoy en día, es también una enfermedad existencial muy extendida. Hay dos manifestaciones: la del que ciertamente se siente invadido por ese mal contagioso que es el egoísmo, que corrompe el amor primero con que Dios nos crea y sufre por ello y la del, sin culpa alguna, arrastra la miseria y la maldad que otros le han colocado con su discriminación inmisericorde. Unos y otros necesitan la curación de Jesús que, continuamente, pasa junto a ellos y espera esa llamada desde el corazón.
Tenemos que pedir insistentemente al Señor que nos cure de nuestra falta de fe que tantas veces nos nubla la vida y su sentido, conduciéndonos a las leproserías existenciales donde crece no el amor sino la muerte, pero también que nos limpie los ojos del corazón para ser capaces de ver más allá de la enfermedad el sufrimiento injusto del hermano y actuar en consecuencia.