5/11/22

DOMINGO 06 DE NOVIEMBRE : TRIGESIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

 





La palabra de Dios de este domingo, cuando aún está muy reciente la conmemoración de los fieles difuntos, sigue insistiendo en el misterio de la vida después de la muerte: «esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Estas palabras del Credo nos recuerdan que no estamos destinados a la nada, sino que, por don de Dios, nuestro horizonte se abre a la promesa de una vida plena después de esta existencia terrena.

Es una invitación a meditar sobre este gran misterio de la vida cristiana, sobre el sentido del vivir y del morir, que de alguna manera siempre ha inquietado al ser humano. La fe en un Dios que nos ha creado para la vida y no para la muerte fue creciendo poco a poco en el Pueblo de Israel hasta culminar en la persona de Jesús. Con el don de su vida, muerte y resurrección él nos ha enseñado a vivir el presente con un significado nuevo, abriéndonos a un horizonte de eternidad insospechado.

Un porcentaje notable de la sociedad muestra poco interés por la eternidad; se preocupa, justamente, de alargar y mejorar la calidad de la vida aquí en la tierra. Pero es de lamentar la pérdida, o el olvido, de ese horizonte de eternidad, esencial para la plena realización de la vida humana.  Como creyentes en Cristo ¿aceptamos el reto de dar testimonio de nuestra esperanza cristiana, en un mundo que siente un vacío de esperanza en el presente y en el futuro? En este sentido son muy oportunas las palabras de S. Pablo en su carta a los Tesalonicenses, parte de la liturgia de este domingo: “Que Dios nuestro Padre, que nos amó y nos dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, os reconforte y fortalezca en toda obra y en toda palabra buena”.

Fr. Pedro Luis González González
Convento del Santísimo Rosario (Madrid)

EVANGELIO DOMINGO 06-11-2022 SAN LUCAS 20, 27-38 XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

 





En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y de descendencia a su hermano . Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».
Jesús les dijo:
«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».

                                            Es palabra de Dios

REFLEXION

 En el evangelio de este día es donde encontramos una de las páginas magistrales de lo que Jesús pensaba sobre esas ultimidades de la vida. El profeta Jesús, como persona, como ser humano, se pregunta, y le preguntaban, enseñaba y respondía a las trampas que le proponían. La ley de la halizah (Dt 25,9-19) es a todas luces inhumana, no solamente antifeminista. La ridiculez de la trampa saducea para ver de quién será esposa la mujer de los siete hermanos no hará dudar a Jesús. En este caso son los saduceos, el partido de la clase dirigente de Israel, que se caracterizaba, entre otras cosas, por una negación de la vida después de la muerte, los que pretenden ponerle en ridículo. En ese sentido, los fariseos eran mucho más coherentes con la fe en el Dios de la Alianza. Es verdad que la concepción de los fariseos era demasiado prosaica y pensaban que la vida después de la muerte sería como la de ahora; de ello se burlaban los saduceos que solamente creían en esta vida. En todo caso, su pensamiento escatológico podría ceñirse a la supervivencia del pueblo de Dios en este mundo, en definitiva… un mundo sin fin, sin consumación. Y, por lo mismo, donde el sufrimiento, la muerte y la infelicidad, nunca serían vencidas. Sabemos que Lucas ha seguido aquí el texto de Marcos, como lo hizo también Mateo.

 Jesús es más personal y comprometido que los fariseos y se enfrenta con los materialistas saduceos; lo que tiene que decir lo afirma rotundamente, recurre a las tradiciones de su pueblo, a los padres: Abrahán, Isaac y Jacob. Pero es justamente su concepción de Dios como Padre, como bondad, como misericordia, lo que le llevaba a enseñar que nuestra vida no termina con la muerte. Un Dios que simplemente nos dejara morir, o que nos dejara en la insatisfacción de esta vida y de sus males, no sería un Dios verdadero. Y es que la cuestión de la otra vida, en el mensaje de Jesús, tiene que ver mucho con la concepción de quién es Dios y quiénes somos nosotros. Jesús tiene un argumento que es inteligente y respetuoso a la vez: no tendría sentido que los padres hubieran puesto se fe en un Dios que no da vida para siempre. El Dios que se reveló en la zarza ardiendo de Sinaí a Moisés es un Dios de una vez, porque es liberador; es liberador del pueblo de la esclavitud y es liberador de la esclavitud que produce la muerte. De ahí que Jesús proclame con fuerza que Dios es un Dios de vivos, no de muertos. Para Él “todos están vivos”, dice Jesús afirmando algo (según Lucas lo entiende) que debe ser el testimonio más profundo de su pensamiento escatológico, de lo que le ha preocupado al ser humano desde que tiene uso de razón: hemos sido creados para la vida y no para la muerte.

 Es verdad que sobre la otra vida, sobre la resurrección, debemos aprender muchas cosas y, sobre todo, debemos “repensar” con radicalidad este gran misterio de la vida cristiana. No podemos hacer afirmaciones y proclamar tópicos como si nada hubiera cambiado en la teología y en la cultura actual. Jesús, en su enfrentamiento con los saduceos, no solamente se permite desmontarles su ideología cerrada y tradicional, materialista y “atea” en cierta forma. También corrige la mentalidad de los fariseos que pensaban que en la otra vida todo debía ser como en ésta o algo parecido. Debemos estar abiertos a no especular con que la resurrección tiene que ocurrir al final de los tiempos y a que se junten las cenizas de millones y millones de seres. Debemos estar abiertos que creer en la resurrección como un don de Dios, como un regalo, como el final de su obra creadora en nosotros, no después de toda una eternidad, de años sin sentido, sino en el mismo momento de la muerte. Y debemos estar abiertos a “repensar”, como Jesús nos enseña en este episodio, que nuestra vida debe ser muy distinta a ésta que tanto nos seduce, aunque seamos las mismas personas, nosotros mismos, los que hemos de ser resucitados y no otros. Debemos, a su vez, “repensar” cómo debemos relacionarnos con nuestros seres queridos que ya no están con nosotros y hacer del cristianismo una religión coherente con la posibilidad de una vida después de la muerte. Y esto, desde luego, no habrá teoría científica que lo pueda explicar. Será la fe, precisamente la fe, lo que le faltaba a los saduceos, el gran reto a nuestra cultura y a nuestra mentalidad deshumanizada. No seremos, de verdad, lo que debemos de ser hasta que no sepamos pasar por la muerte como el verdadero nacimiento. Si negamos la resurrección, negamos a nuestro Dios, al Dios de Jesús que es un Dios de vivos y que da la vida verdadera en la verdadera muerte.

Fray Miguel de Burgos Núñez
(1944-2019)

4/11/22

EVANGELIO SABADO 05-11-2022 SAN LUCAS 16, 9-15 XXXI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO

 





En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos:
«Ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.
El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto.
Pues, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? Si no fuisteis fieles en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará?
Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero».
Los fariseos, que eran amigos del dinero, estaban escuchando todo esto y se burlaban de él.
Y les dijo:
«Vosotros os las dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones, pues lo que es sublime entre los hombres es abominable ante Dios».

                                                   Es palabra de Dios

REFLEXION

El pasaje del Evangelio guarda cierta conexión con la primera lectura, la mirada la tenemos que tener siempre puesta en Dios. Lucas sigue relatando lo que ayer nos mostraba su parábola del administrador infiel, con el fin, de que al desviar nuestra mirada del Tesoro de nuestra vida: Cristo, nuestras acciones se desvíen del amor a Dios y al prójimo. El discípulo, el seguidor, el administrador de Jesucristo tiene que ser fiel. Tarea nada fácil en una sociedad en la que marca caminos muy dispares ante los caminos del Reino.

El lenguaje que nos está presentando Lucas nos muestra una serie de contrarios que de alguna manera vemos como si quisiera remarcar la necesidad de presentar dos planos distintos, que te llevan a realidades distintas: la realidad celeste o a la realidad mundana. Según sea la pureza del obrar de tú corazón trabajarás, te comprometerás, te entregarás a una u otra. Servirás a un señor u otro señor: Al Dios vivo y verdadero. Al que es el Camino, la Verdad y la Vida o al dios dinero, Mammón, que viene a significar cuando tu corazón se inclina hacia la avaricia y la riqueza. En tu actuar se va a ver si eres un administrador fiel o infiel. Si perteneces a los hijos de la luz o de las tinieblas.

La llamada de atención de Jesús es bastante clara: «Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12,33-34). Estad en vela. Estad despiertos y disponibles para poder encarnar el Mandamiento nuevo de Jesús: «Como yo os he amado» (Jn 15,12), para no perder el norte de lo que tiene que ser nuestra vida de amigos no siervos.

Acumular riquezas. Tratar de buscar tablas de salvación en nuestros egoísmos. Poner siempre por bandera en nuestra vida los intereses particulares. No entregarnos del todo ni confiar en todo momento porque siempre buscamos aferrarnos a algo material que nos dé una esperanza caduca y marchita. Mal vivir una existencia cargada de excusas, de rencores, envidias, en las que por estar centradas en ellas nunca nos sorprende un rayo de alegría. De esa manera se pierde la vida. O mejor dicho se ahoga la vida. Aparece una continua polilla que nos va minando por dentro y no nos deja huecos, insensibles. Aparece el ladrón que nos roba la paz, la alegría. Aparece una especie de óxido que le quita todo el brillo a nuestra mirada y la apartamos de la cruz de Cristo. Sin embargo, Dios conoce nuestros corazones y nos llama a vivir fiel, coherentemente, justamente, libremente, compasivamente, como hijos de la luz.

Fray Juan Manuel Martínez Corral O.P.
Real Convento de Nuestra Señora de Candelaria (Tenerife)

3/11/22

04 DE NOVIEMBRE : SAN CARLOS BORROMEO, PATRONO DE CATEQUISTAS Y SEMINARISTAS

 





Encarnó el ideal del verdadero pastor de almas, instruido en teología, hombre de vida interior, dedicado a las personas, con ideas claras, con capacidad de idear y realizar programas pastorales, todo al servicio de los fieles. Renunció a numerosos beneficios que acumulaba, llevando un modesto modo de vida, y dedicando lo demás a obras de caridad.

Obispo y cardenal
Arona (Italia), 2-octubre-1538 - Milán, 4-noviembre-1584

San Carlos Borromeo es una de las grandes glorias del clero católico de todos los tiempos y una de las máximas figuras de un siglo tan lleno de grandes figuras como es el siglo XVI. Tuvo oportunidad para haber sido uno de los muchos eclesiásticos izados a las dignidades eclesiásticas con pompa y atavío de príncipe, pero, de forma consciente y decidida, no quiso ser otra cosa que un pastor de la Iglesia, un hombre entregado por completo al bien espiritual de sus diocesanos. Este amor a la Iglesia lo manifestó ya anteriormente a su episcopado en Milán, cuando disfrutó del puesto de cardenal-sobrino del papa Pío IV, y primó en él el creyente y el eclesiástico por encima del político o el diplomático.

Sobrino del Papa

Carlos nació en Arona el 2 de octubre del año 1538, y era hijo del conde Gilberto Borromeo y de su esposa, Margarita de Médicis, cuyo hermano Juan Ángel llegaría a papa con el nombre de Pío IV.

Carlos se dedicó desde joven al estudio, prefiriendo el derecho, materia en la que se doctoraba el año 1559. Para poder disfrutar de varios beneficios que se habían alcanzado para él se había tonsurado, pero no parece que tuviera decidido ser sacerdote. Su aspiración parecía ser la docencia. Pero aquel mismo año de 1559. en que Carlos se doctoraba, era elegido papa su tío, el día mismo de Navidad. Inmediatamente Pío IV llamó a Roma a su joven sobrino de 21 años y el día 31 del mes de diciembre lo creaba cardenal.

En el Concilio de Trento. Arzobispo de Milán

Carlos apoyó decididamente a su tío en el empeño de llevar adelante y concluir el Concilio de Trento. Lo volvió a convocar Pío IV el 18 de enero de 1562, y tío y sobrino tuvieron la satisfacción de que se reunieran en Trento más de cien cardenales y obispos, y que las sesiones se celebrasen con normalidad y paz, obviando no obstante numerosas dificultades.

Carlos fue uno de los prelados más empeñados 'en que, dejando de lado cuestiones bizantinas, quedara en claro la obligación de los obispos de residir en su diócesis, al menos que gravísimas obligaciones –como era su cargo- se lo impidieran. Él llevaba un magnífico trabajo al lado del papa, trabajo que era visto por todos.

Concluido el concilio, el papa Pío IV lo confirmó con la bula Benedictus Deus (1564), y a su lado Carlos no dejaba de urgir al papa para que las disposiciones de reforma se comenzaran a cumplir en seguida. Él dio ejemplo. Redujo a mucho rigor su propia vida, redujo su servidumbre y aparato de la casa, y en la propia Roma, en cuanto pudo, empezó a exigir el cumplimiento de los decretos del concilio, y para que en toda la Iglesia se impusiera la reforma tridentina, Carlos colaboró estrechamente con la Congregación del Concilio. Su íntima amistad con San Felipe Neri sirvió no poco a la obra, tan querida por él, de la reforma del clero, infundiéndole espíritu religioso y apostólico.

En 1565 le dio licencia su tío para que tomase posesión personal de la diócesis milanesa, pero antes de marchar le dio la condición de legado papal ad latere en toda Italia con facultad para impulsar los decretos de Trento. Y en esta doble cualidad de arzobispo y legado papal, se presentó en Milán y, en cuanto tomó posesión, convocó un concilio provincial, al que asistieron once obispos, y en el que se recibieron y acataron los decretos tridentinos al tiempo que se tomaban medidas para facilitar en toda la provincia eclesiástica su cumplimiento.

Su tío Pío IV murió el 9 de diciembre de aquel año 1565, en que Carlos había podido ir a Milán. En cuanto supo la muerte de su tío, volvió a Roma y participó activamente en el cónclave que eligió papa al cardenal dominico Ghislieri, Pío V. Se ha dicho que fue el cardenal Borromeo el que logró imponer la candidatura del dominico. Carlos obtuvo de él la licencia para volver a Milán y, desligado de perentorias obligaciones curiales, poder dedicarse por entero a su diócesis. Era el deseo de su corazón y lo que en conciencia creía que debía hacer para estar de corazón en la línea de Trento.

La diócesis de Milán era inmensa. Tenía nada menos que ochocientas parroquias, un clero que constaba de cinco mil sacerdotes entre seculares y religiosos, y había en todo el territorio diocesano unas cuatro mil religiosas. Sus diócesis sufragáneas eran quince.

Carlos emprendió, con gran celo, la obra de hacer que todo se ajustase al espíritu y la disciplina de Trento, en todos los aspectos.

Comprendió Carlos que tenía que empezar por dar ejemplo de vida arreglada y por ello organizó su casa no como un palacio, sino como el hogar y la curia de un pastor. Los muebles lujosos que halló en el palacio los vendió y los sustituyó por muebles austeros. Impuso un ritmo de vida que a algunos les pareció propio de un convento, como si la austeridad, la piedad y la laboriosidad fueran valores monacales y no también muy propios de quienes son pastores.

Sus colaboradores debían compartir con él la vida de oración, trabajo y austeridad que él llevaba, una vida dirigida a la gloria de Dios y al bien de las almas. Carlos renunció a numerosos beneficios que acumulaba, contentándose con tomar de las rentas del arzobispado lo necesario para el sustento de su modesto modo de vida, dedicando lo demás, como las rentas de su propio peculio personal, a obras de caridad y religión.

La formación de los sacerdotes fue su gran sueño. Fundó el seminario mayor y varios seminarios menores, en orden a garantizar que en unos años iba a tener un clero distinto, y reunificó el clero diocesano suprimiendo el llamado clero decumano. Fundó los que luego se llamaron Oblatos de San Ambrosio, congregación de sacerdotes seculares, para que se hicieran cargo de la dirección de los seminarios. Para el clero suizo fundó el Colegio Helvético.

La reforma pastoral y espiritual la urgió con su famosa visita pastoral a la diócesis, en la que puso tanto empeño y en la que gastó tantas energías. La empezó en 1566. Iba por todas las parroquias fomentando la vida religiosa, la instrucción en la fe, las asociaciones de seglares y no pocas instituciones culturales y sociales. En 1569 hubo un atentado contra su persona, obra de un religioso que se oponía a su labor reformadora.

Buen Pastor de Almas

Carlos encarnó el ideal del verdadero pastor de almas, instruido en teología, hombre de vida interior, dedicado a las almas, con ideas claras, con capacidad de forjar y realizar programas pastorales, todo al servicio de los fieles. No podía soportar que obispos o sacerdotes viviesen para sí, acaparasen prebendas con afán de dinero y quisieran llevar a expensas de su ministerio una buena vida.

Convencido de estos criterios, cuando llegó la peste de 1576-1577 no quiso alejarse un momento de su diócesis, exponiéndose a ser contagiado y a morir, pero estaba muy clara en su mente la advertencia del Señor de que el buen pastor debe dar la vida por sus ovejas. Toda la comunidad cristiana quedó muy edificada de su heroica conducta en tan difíciles circunstancias.

La muerte le llegó a Carlos cuando aún era un hombre joven que podía haber dado de sí mucho más, pero que en los planes de Dios ya había cumplido, y con qué perfección, su providencial tarea. Como todos los años, al comenzar el otoño de 1584, fue al Sacro Monte, de Varalo, para hacer ejercicios espirituales. Después de unos días de entera dedicación a la oración y la contemplación de las cosas divinas, Carlos hacía una confesión general.

El santuario, dedicado a Cristo Doloroso, le era un lugar querido, porque en él lograba remansar su espíritu de tanta actividad, aunque de ordinario él dedicaba diariamente varias horas a la Oración, la misa y el oficio divino. En la segunda quincena de octubre le dieron unas calenturas, y pensó que era mejor volverse a Milán. Llegó a Milán el día 3 de noviembre. Llevado a su cuarto mandó preparar en él un altar, y en cuanto amaneció el día 4 pidió el viático y la extremaunción. Mandó que le rociaran con ceniza y le cubriesen con un cilicio, pues quería estar en una actitud penitente, encomendándose a la misericordia divina.

Corrió por Milán la noticia de la enfermedad del santo obispo y de su gravedad, y la gente acudió a las iglesias a pedir por su salud. Una multitud se agolpaba a las puertas del palacio cuando a las 3 de la tarde Carlos, acompañado de la oración de la Iglesia, entregaba su alma al Señor. Era el 4 de noviembre de 1584.

Enterrado en la catedral, los fieles comienzan a ir a su sepulcro a encomendarse a su protección. Los Oblatos de San Ambrosio promovieron en 1601 su causa de beatificación. Poco después de su beatificación se pasó a su canonización, decretada el 1 de noviembre de 1610 por el papa Pablo V.

José L. Repetto Betes

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),

EVANGELIO VIERNES 04-11-2022 SAN LUCAS 16, 1-8 XXXI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO

 




En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos:
«Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes.
Entonces lo llamó y le dijo:
“¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando”.
El administrador se puso a decir para sí:
“¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa”.
Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero:
“¿Cuánto debes a mi amo?”.
Este respondió:
“Cien barriles de aceite».
Él le dijo:
«Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta”. Luego dijo a otro:
“Y tú, ¿cuánto debes?”.
Él dijo:
“Cien fanegas de trigo”.
Le dice:
“Toma tu recibo y escribe ochenta”.
Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz».

                                     Es palabra de Dios

REFLEXION

En algunas ocasiones eso de ser “ciudadanos del cielo” que nos recordaba la primera lectura de hoy se ha podido entender como un pasar por la tierra a dos palmos del suelo. Un modo de estar en el mundo con la cabeza gacha y rostro impertérrito. Una existencia demasiado centrada en una mal entendida resignación que acepta lo que llega y lo que hay sin ningún tipo de filtro ni reacción: será voluntad de Dios.  

Lo cierto es que pocas veces se habrá oído hablar de Jesús como hombre astuto y menos aún encontraremos en las biografías de los santos una oda a su perspicacia. Pero Jesús, además de invitarnos a cargar con la cruz, también dice: “sed, pues, astutos como serpientes y mansos como palomas” (Mt 10, 16). Y en el pasaje de hoy alaba la astucia del administrador, aunque no su injusticia[1]. Porque no es lo mismo dejarse quitar la vida que entregarla libremente; no es lo mismo el amor gratuito que la ingenuidad; no es igual guardar silencio por prudencia que por miedo como no es lo mismo regalar que dejarse robar, y así un largo etcétera que no por evidente es menos frecuente.

Hoy la Palabra nos invita a equilibrar nuestra actitud cristiana con un toque de astucia, no para las cosas del mundo, sino para las de Dios. No se trata de usar la lógica del mundo mientras se aspira a cosas terrenas. No es una invitación a la mundanidad. En realidad, es una exhortación a implicarse con el mundo en el que vivimos y del que formamos parte para ganar almas para Cristo. Adquirir suficiente conocimiento del lenguaje, la lógica y los criterios de quienes caminan con nosotros y a quienes vamos a predicar el Evangelio.

Es astuto san Pablo cuando predica a los griegos en Atenas, partiendo del “altar al dios desconocido” (Hch. 17, 23) y más todavía cuando divide a su tribunal para poder salir con vida del juicio (Hch. 23, 6-11). Algunos de nosotros hubiéramos cerrado los ojos y acogido la sentencia sin más, confundiendo cristiana resignación con estéril pusilanimidad. Pero él vive para anunciar la Buena noticia y esa será la clave de su aceptación cuando toque acoger el martirio como testimonio supremo; o de su astucia para salir indemne cuando toque predicar. Astucia evangélica es lo que demuestra cuando dice: “me hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1 Co 9, 22).

Sin embargo, en nuestro ser apóstoles, en nuestro ser ciudadanos del cielo, con frecuencia falta esa pizca de sagacidad, de atrevimiento, de inteligencia convencida y audaz cuando se trata de dar testimonio. Y si nos falta astucia para las cosas de Dios, cabe preguntarse si no será por un defecto de pasión en lo que hacemos más que por un exceso de virtud en nuestra evangelización. “Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz”

¿En qué circunstancias de mi vida me estoy evadiendo de dar un testimonio más valiente? ¿Puede que esté pintando de aceptación lo que en realidad es cobardía? ¿Hay algún ámbito en mi vida cristiana que está llamado a dar más fruto si me implicara astutamente un poco más?

[1] Nota de la Biblia de Jerusalén al versículo 8: «Según la costumbre entonces tolerada en Palestina, el mayordomo tenía derecho a autorizar préstamos de los bienes de su amo y, como no percibía sueldo, a resarcirse aumentando en el recibo la cantidad prestada, para que en el reembolso pudiera beneficiarse de la diferencia como de un excedente que representaba su interés. En el caso presente, sin duda no había prestado en realidad más que cincuenta medidas de aceite y ochenta cargas de trigo; al rebajar el recibo a su cantidad real, no hace más que privarse del beneficio ciertamente usurario, que había negociado. Su “injusticia” no está pues en la reducción de recibos, que no es más que el sacrificio de sus intereses inmediatos, hábil maniobra que su amo puede alabar, sino más bien en las malversaciones anteriores que ha motivado su despido».

Sor Teresa de Jesús Cadarso O.P.
Monasterio Santo Domingo (Caleruega)

2/11/22

03 DE NOVIEMBRE : SAN MARTIN DE PORRES

 





Sirve y atiende a todos, pero no todos le comprenden. Se ejercitaba en la caridad día y noche, curando enfermos, dando limosna a españoles, indios y negros, a todos quería, amaba y curaba con singular amor. La portería del convento es un reguero de soldados humildes, indios, mulatos, y negros.

Patrono de la Justicia Social y primer santo mulato de América

San Martín de Porres nace en Lima el 9 de diciembre de 1579, hijo de Juan de Porres, caballero español de la Orden de Calatrava y de Ana Velázquez, negra libre panameña. Juan de Porres marcha a Guayaquil, Ecuador, comisionado por el Virrey Don García Hurtado de Mendoza. Allí reclama a sus dos hijos que salen para Ecuador. Años más tarde, Don Juan Porres es nombrado Gobernador de Panamá por lo que los niños, Martín y Juana, regresan con su madre a Lima; es el año 1590, Martín tiene once años. A los Doce Martín está de aprendiz de peluquero, y asistente dentista. La fama de su santidad corre de boca en boca por la ciudad de Lima.

San Martín de Porres conoce a Fray Juan de Lorenzana, famoso dominico como teólogo y hombre de virtudes. Le invita a entrar en el Convento de Nuestra Señora del Rosario.

La legislación de entonces impedía ser religioso por el color y por la raza, por lo que Martín de Porres ingresa como Donado, pero él se entrega a Dios y su vida está presidida por el servicio, la humildad, la obediencia y un amor sin medida.

Fray Escoba

San Martín tiene un sueño que Dios le desbarata: “Pasar desapercibido y ser el último”. Su anhelo es seguir a Jesús de Nazaret. Se le confía la limpieza de la casa; su escoba será, con la cruz, la gran compañera de su vida.

Sirve y atiende a todos, pero no es de todos comprendido. Un día cortaba el pelo y hacía el cerquillo a un estudiante: éste molesto ante la mejor sonrisa de Fray Martín, no duda en insultarle: ¡Perro mulato! ¡Hipócrita! La respuesta fue una generosa sonrisa.

San Martín lleva dos años en el convento, hace ya seis que no ve a su padre, éste le visita y… después de dialogar con el P. Provincial, éste y el Consejo Conventual deciden que Fray Martín sea hermano cooperador.

El 2 de junio de 1603 San Martín de Porres se consagra a Dios por su profesión religiosa. El P. Fernando Aragonés testificará: “Se ejercitaba en la caridad día y noche, curando enfermos, dando limosna a españoles, indios y negros, a todos quería, amaba y curaba con singular amor”. La portería del convento es un reguero de soldados humildes, indios, mulatos, y negros; él solía repetir: “No hay gusto mayor que dar a los pobres”.

San Martín de Porres es un amor desbordante y universal. Su hermana Juana disfruta de buena posición social, por lo que, en una finca de ésta, da cobijo a enfermos y pobres. Y en su patio acoge a perros, gatos y ratones.

Los religiosos de la Ciudad Virreinal van de sorpresa en sorpresa. El Superior le prohibe realizar nada extraordinario sin su consentimiento. Un día, cuando regresaba al Convento, un albañil le grita al caer del andamio; el Santo le hace señas y corre a pedir permiso al superior, éste y el interesado quedan cautivados pos su docilidad. Su vida termina en loor de multitudes el 3 de noviembre de 1639.

DOMINICOS

EVANGELIO JUEVES 03-11-2022 SAN LUCAS 15, 1-10 XXXI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO

 





En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice:
“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice:
“Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”.
Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

                                                  Es palabra de Dios

REFLEXION

En este pasaje del evangelio de hoy se omite la tercera de las parábolas de Jesús sobre la misericordia, la que llamamos “del hijo pródigo”, que es la más conocida. Pero esas otras dos son suficientemente elocuentes para hacernos reflexionar sobre el amor de Dios y la alegría del perdón.

La del pastor que busca a la oveja perdida hasta que la encuentra nos habla de la actitud de Dios con nosotros cuando nos alejamos de él e incluso nos perdemos por los vericuetos de la vida. No se olvida de nosotros, no se desentiende, sino que su amor le hace ir a nuestro encuentro adondequiera que nos hayamos descarriado, para atraernos e integrarnos en la comunidad de sus hijos.

La de la mujer que busca la moneda extraviada expresa el afán de Dios por dar con nosotros y comunicar en seguida la buena noticia de nuestro hallazgo, deseando que todos se alegren con él de tenernos de nuevo a su lado. Es decir, que no sólo se preocupa de atraernos hacia sí, sino que exulta de alegría contagiosa por haber recuperado algo muy valioso para él.

Nuestra conversión y la paz y la libertad que nos ha concedido con su perdón suponen para él un regocijo indescriptible: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. No es que valga más éste que los otros, sino que éste ha descubierto una felicidad que los demás ya habían degustado, y eso a Dios también le hace feliz.

¿Nos dejaremos nosotros alcanzar por el perdón de Dios? ¿Seremos capaces de alegrarnos por el perdón que Dios concede a otros pecadores que consideramos quizá peores que nosotros? ¿Daremos gracias ininterrumpidamente por la misericordia que Dios no cesa de mostrar con todos?

Fray Emilio García Álvarez O.P.
Convento de Santo Tomás de Aquino (Sevilla)

1/11/22

02 DE NOVIEMBRE : FIESTA DE LOS FIELES DIFUNTOS

 





La Iglesia, ya desde sus mismos orígenes, vive con la convicción de su comunión con los fallecidos y por ello ha mantenido con gran piedad la memoria de los difuntos. La comunión de los que aún «peregrinan» en la tierra con los fieles que han muerto se consolida en la comunicación de bienes espirituales.

Síntesis teológica de la celebración

El sentido pascual de la muerte de los fieles es muy evidente y su luz se debe reflejar en los formularios y en la piedad de los fieles ante la celebración de la conmemoración de los difuntos.

La fe de los cristianos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y en su acción creadora, salvadora y santificadora, culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al final de los tiempos para la vida eterna. Por ello los justos, después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado, cuando él los resucitará en el último día.

Efectivamente, como afirma San Pablo, si el Espíritu de aquel que ha resucitado a Cristo de los muertos habita en nosotros, así aquel que ha resucitado a Cristo de entre los muertos, dará la vida también a nuestros cuerpos mortales por medio del Espíritu que habita en nosotros. Cristo es el principio y causa de nuestra futura resurrección (cf. Rm 8, 11; ICo 15, 20-22; 2Co 5, 15).

Dios, que de hecho puede crear de la nada, puede también dar la resurrección, la vida del cuerpo, pues es él mismo el que cía la vida a los muertos y llama a la existencia lo que todavía no existe (Rm 4, 17; Flp 3, 8-11).

La Iglesia, ya desde sus mismos orígenes, vive con la convicción de su comunión con los difuntos y por ello ha mantenido con gran piedad la memoria de los difuntos, ofreciendo por ellos sus sufragios. Esto se afirma ya en el Antiguo Testamento: Es una idea piadosa y sana rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado» (2M 12, 45).

Nuestra oración por ellos se actúa especialmente por el ofrecimiento del sacrificio de la Eucaristía (CM', n. 1371). También son sufragios las limosnas, las obras de penitencia y las indulgencias, que tienen su eficacia a partir del ministerio de la Iglesia, cuando aplica en casos concretos los méritos o satisfacción de Cristo y de los santos (CIC, nn. 1471, 1476).

De esta forma la Iglesia puede no sólo ayudar a los difuntos, desgravándoles de la pena temporal debida por los pecados para que puedan llegar a la visión beatífica de Dios, sino también hacerlos eficaces intercesores por los que aún viven (CIC, nn. 958, 1032, 1414, 2300).

De hecho, la comunión de los que aún «peregrinan» en la tierra («parroquianos») con los fieles que han muerto en la paz de Cristo, no sólo no se rompe, sino que, conforme a la fe perenne de la Iglesia, se consolida en la comunicación de bienes espirituales.

La fe ante la muerte no incluye solamente el hecho de que se puede ayudar a los difuntos que están todavía purificándose antes de poder entrar en la visión beatífica, sino que debe recordar fuertemente la venida final de Cristo glorioso y nuestra resurrección corporal.

En ese «momento» se llevará a cabo la restauración de todas las cosas, como afirman San Pedro y San Pablo (lIch 3, 19-21; Rm 11, 15) y la resurrección de los cuerpos, y se hará el juicio a los vivos y a los muertos, revelando el secreto de las conciencias y dando, conforme a las obras hechas, la gloria o la condena. Será entonces cuando se forma definitivamente el Cristo total (Ef 4, 13).

El centro de nuestra fe es la resurrección de Cristo y, por lo tanto, nuestra resurrección personal (1Co 15, 12-14.20). La historia de esta afirmación central de la fe cristiana ha tenido una revelación progresiva. Consta claramente en la afirmación del segundo libro de los Macabeos (7, 9-14), que se fundamenta en el hecho de ser Dios creador del hombre todo entero, cuerpo y alma y, asimismo, por su alianza con Abrahán y su descendencia, como Dios de vivos y no de muertos (Mc 12, 24.27). Cristo en su buena noticia insiste numerosas veces en que él es la resurrección y la vida (Jn 11, 25).

Es Jesús el que resucitará en el último día a los que han creído en él y habrán participado de su Cuerpo y de su Sangre. Aunque, después de la muerte, el cuerpo se deshaga en el polvo, el alma va al encuentro con Dios.

Dios en su omnipotencia, por la misma fuerza que actuó en la resurrección de Cristo, restituirá nuestro cuerpo definitivamente a una vida incorruptible, uniendo a él de nuevo el alma que lo «espera». Todos los hombres resucitarán, los que hicieron el bien para una resurrección de vida y los que hicieron el mal para una resurrección de condena (Jn 5, 29).

El cuerpo en la resurrección será tal como es el de Cristo resucitado, un cuerpo «glorioso»» como el que contemplaron físicamente los apóstoles de Cristo resucitado (Lc 24, 39; ICo 15, 35-37.42.53).

Para resucitar con Cristo es necesario morir con Cristo, es necesario salir del cuerpo, como en exilio, y habitar junto al Señor (2Co 5, 8; Flp 1, 23). Después llegará el día de la resurrección de los muertos.

Es necesario caer en la cuenta de que en el más allá no existe el tiempo tal como se «contabiliza», o se experimenta en la tierra, en nuestro mundo de ahora. Por tanto, por muchos miles de millones de años «nuestros» que esperemos la resurrección corporal, eso no cuenta mínimamente en la felicidad mayor o menor de los bienaventurados en el cielo, ni de los que se purifican en el purgatorio (Santo Tomás, Comm. IV Sent. D. 5, q. 3, a.2. r. 4).

Todo este sentido positivo debe iluminar la conmemoración de los fieles difuntos, y nuestra fe, esperanza y caridad sobre el destino definitivo personal y el de todos los difuntos.

El momento mismo de la muerte de los fieles debe estar lleno de la fe viva de la Iglesia. La Iglesia entrega en las manos de Dios al que va a morir. Los cuerpos de los muertos se tratan con respeto y caridad, por la fe en la seguridad de la resurrección, ya que es el cuerpo de los que son hijos de Dios y templos del Espíritu Santo (CIC; n. 2300).

Igualmente la Iglesia como comunidad saluda y «despide», dice: «Salud» a un miembro suyo antes de su sepultura y lo coloca en el sepulcro o lo entierra (Rin-humareu) en espera de la resurrección. El nombre castellano de «cementerio» («coemeterium», en latín), proviene del verbo griego «koimao», «dormir» y significa materialmente «dormitorio», o lugar donde se duerme en espera de la resurrección.

Los fieles nunca más se separarán en el futuro, porque vivirán en Cristo y como ahora están unidos a Cristo y caminan a su encuentro, así estarán definitivamente todos unidos en Cristo. La muerte es nuestro encuentro con el Dios viviente. Los que han muerto en Cristo viven para siempre (CJC, nn. 1609, 2299-2300).

Antolín González Fuente, O.P.

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),

EVANGELIO MIERCOLES 02-11-2022 SAN JUAN 11, 17-27 XXXI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO






 Cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos quince estadios; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para darles el pésame por su hermano.

Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús:
«Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá».
Jesús le dijo:
«Tu hermano resucitará».
Marta respondió:
«Sé que resucitará en la resurrección en el último día».
Jesús le dijo:
«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».
Ella le contestó:
«Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».
                             Es palabra de Dios


REFLEXION

Probablemente una persona que nunca hubiese leído el texto del Apocalipsis de la primera lectura podría reaccionar diciendo: “Esto es lo que yo más ansío, mi deseo más fuerte, vivir una vida donde las lágrimas, el final de todo con la muerte, el duelo, los gritos… desaparezcan y para siempre”. Y a continuación, si es cristiano, le dará todas las gracias de que sea capaz a Dios, porque nuestro Dios es el que va a hacer posible para cada uno de nosotros esa realidad. No es una quimera, no es un imposible. El amor que Dios nos tiene no solo se manifiesta en darnos la vida humana para vivir unos cuantos años en la tierra, donde hay sus más y sus menos, donde las alegrías se entrecruzan siempre con las tristezas. Dios está dispuesto a darnos un segundo tiempo donde vamos a poder vivir en íntima unión con Él y nos va a regalar la felicidad total y para siempre. “Al que tenga sed le daré gratis de la fuente del agua de la vida… y seré su Dios y él será mi hijo”.

Es lo mismo que nos dice San Pablo, a su manera, en la segunda lectura, al asegurarnos que nuestra verdadera y definitiva ciudad está en los cielos después de pasar por nuestra tierra.

Por si fuera poco, Cristo Jesús, nuestro Maestro y Señor en el evangelio, nos asegura que ese vivir la plenitud de la felicidad, es una regalo que él nos ofrece, en unión con su Padre Dios: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”.

La fiesta de los fieles difuntos es la fiesta de los fieles resucitados. Nuestra vida termina bien. Estamos enrolados en una historia de salvación y no de perdición y de fracaso. Es la gran promesa de Cristo Jesús. Nos podemos fiar de Él. 

Fray Manuel Santos Sánchez O.P.
Convento de Santo Domingo (Oviedo)