No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como un maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano».
Es palabra del Señor
REFLEXION
La presencia viva de Jesús en la liturgia se encarga de iluminar la peregrinación de sus seguidores por las sendas que llevan a feliz término. No conduce a meta alguna la senda que se pretende tomar desde la ceguera espiritual. Tampoco la que el ciego espiritual se esforzara por indicar a los demás.
Es muy triste la ceguera corporal. Ciegos gritaban a Jesús: «Ten piedad y compasión de nosotros»; a veces los tomaba de la mano para conducirlos, o los llamaba para que se acercaran a él y les escuchaba esta súplica: «Maestro, que vea». Muchos ciegos comenzaron a ver por su poder de hacer milagros.
El Señor, sin embargo, realizó con su encarnación el gran milagro de curar la obcecación espiritual de los humanos, todos contaminados por el pecado. Esta ceguera es infinitamente más penosa que la de la vista. Con ella no se descubren caminos. La historia de la salvación propia del Antiguo Testamento es toda una preparación para recibir al sol que viene de lo alto, que es Jesús.
Puestos ya en la plenitud de los tiempos, es el propio Jesús quien se convierte en luz para iluminar las tinieblas de la humanidad. En el fragmento que hoy meditamos pone en guardia para no pretender recibir la luz de los que no la tienen: «Si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo». En la luz de Cristo se ha de encender toda luz que, de verdad, alumbre los pasos de la vida hacia su destino. Con la luz de Cristo se ha de escudriñar el propio yo para descubrir que, sin ella, volvemos a no ver con nitidez o a experimentar la ceguera. La corrección ha de dirigirse, un día tras otro, hacia uno mismo.
Es verdad que el Evangelio habla de la corrección paterna y fraterna, pero ha de ser «según el Señor» (Ef 6, 4), la reciben todos (Heb 12, 8), ninguna es de momento agradable, sino penosa. La corrección de nuestro padre Dios no hemos de menospreciarla, no desanimarnos por ella (Heb 12, 5). Dios nos trata como a sus hijos y «¿qué hijo hay a quien su padre no corrige?».
De la corrección fraterna trata nuestro texto: «Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano». Se trata de un acto de caridad, como es la de ganar a nuestros hermanos para la salvación, es decir, para los caminos que se dirigen a ella. Sin, embargo, hay que hacer la corrección desde el amor y la humildad más verdadera; en general, secreta y a solas ( Mt 18, 15), en momentos oportunos, con prudencia, desde una conducta personal limpia y dirigida la intención a la mejora del prójimo.
A este respecto puede considerarse útil cuanto atestiguaban, bajo juramento, algunos conocedores de santo Domingo. Así, fr. Pablo de Venecia: «Observaba con exactitud y perfección la regla. Exhortaba a los frailes y mandaba que se ajustaran plenamente a ella; castigaba con rigor a los que la quebrantaban, pero los corregía con tanta paciencia y benignidad de palabras, que nadie se alteraba o conturbaba a causa de la corrección». Por su parte, fr. Rodolfo de Faenza testimonió: «Era alegre, afable, paciente, misericordioso, benigno y consolador de los frailes. Si veía a algún fraile faltar en algo, pasaba de largo, como si no lo advirtiera. Pero después, con rostro plácido y palabras cariñosas, [decía]: “Hermano, has obrado mal, confiésalo”. Con dulces palabras inducía a todos a la confesión penitencial. Aunque con humildes palabras, castigaba con severidad los excesos; sin embargo, se iban de él consolados».



