En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre.
Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.
Es palabra del Señor
REFLEXION
La situación de la mujer a la que Jesús se dirige en el evangelio de hoy no podía ser más trágica: viuda y con el único hijo, muerto. Es decir, una mujer que ya no tenía futuro, pues no tenía –como lo exigía la sociedad de entonces– ningún varón que la pudiera cuidar o ayudarle a gestionar la vida.
Partiendo de la mirada –«al verla»–, la reacción de Jesús ante ella es de compasión. Una compasión activa: «le dijo: “No llores”». Esta frase no representa el consuelo fácil de quien, desde una situación segura, propone un alivio nominal. En Jesús, esta frase asegura el compromiso de Dios de quitar el motivo del llanto: «felices los afligidos, porque serán consolados» (Mt 5). Este compromiso, este “involucrarse” lleva a Jesús (a Dios) a tocar el ataúd –algo prohibido por la Ley– y a invitar al joven muerto a levantarse y a vivir. Le devuelve el hijo a la madre y así, le devuelve el aliento vital –el consuelo– a los dos.
Así, tocar y decir, gesto y palabra conforman el modo como Dios se comunica con la Humanidad y la renueva, la restaura, la levanta a su altura. Ese “modus operandi” de Jesús se repite con cada ser humano, también con nosotros. Jesús nos ve, se nos acerca, toca nuestro corazón y nos habla en la intimidad: «a ti te lo digo, levántate!», alcanza la medida de tu altura, no te arrastres ni estés encorvado, camina erguido, con plena dignidad, la dignidad del hijo o hija de Dios que eres.
Esta visita de Dios a la humanidad, esa visita de Jesús a nuestra vida… es la que nos renueva y nos transforma “a su modo”, para servir como Él, y así caminar atentos para ver, para consolar y para comprometernos por la compasión. Ese es lugar y el único modo desde el cual se puede vivir la vida cristiana y se puede desempeñar todo ministerio en la Iglesia.
Si Jesús era el Signo eficaz de Dios en medio de su pueblo…¿cómo lograr que nuestras comunidades sean una señal visible y actuante de Jesús en medio de nuestra sociedad de hoy, también desesperanzada y con tantas pérdidas? ¿Con qué gestos y palabras podríamos invitar a levantarse a quienes se sienten sin vida y sin fuerzas?