La mansedumbre de Jesús frenó el avance de la violencia y de la injusticia, y el pecado dejó de campar a sus anchas. Jesús confió y no fue abandonado. Descansó en los brazos del Padre como nos pide hoy descansar en su pacífico corazón a todos nosotros. También a todos que, como él, han sido golpeados con dureza, abandonados por sus amigos, maltratados, calumniados con falsos testimonios o injustamente perseguidos. Todas las víctimas pueden confiar y lo que es más admirable: también los verdugos, esos ladrones arrepentidos de todos los tiempos a los que se refería el trapense Christian de Chergé en su testamento, ladrones conmovidos por el dolor y por la injusta muerte del Cordero inocente.
¿Alguna vez hemos considerado que la mansedumbre contrarresta la violencia y detiene su macabro progreso?
¿Nos hemos atrevido a guardar silencio ante el humillante insulto?
¿Hemos renunciado a resarcir nuestra estima frente al menosprecio?