Palabra del Señor
REFLEXION:
Palabra del Señor
REFLEXION:
Como tal, toda la cristiandad, tanto
la Iglesia católica como las otras iglesias cristianas, conmemora el Jueves
Santo con procesiones y celebraciones eucarísticas.
El Jueves Santo tiene lugar durante la Semana
Santa, el jueves anterior al Domingo de Pascua o de Resurrección.
Con el Jueves Santo
acaba la Cuaresma y se inicia el Triduo Pascual, es decir, el periodo en que se
recuerda la pasión, muerte y resurrección de Jesús, que se extiende del Jueves
Santo al Sábado Santo.
Dos eventos de
singular importancia tienen lugar este día según la Biblia: la última cena,
donde se instituye la eucaristía y el sacerdocio, y el lavatorio de pies.
Este día, pues, se
suele conmemorar la institución de la eucaristía mediante la celebración de los
Santos Oficios, y se recuerda la agonía y oración de Jesús en Getsemaní, en el
jardín de los olivos, la traición de Judas y el arresto de Jesús.
Como última cena se
conoce la comida que, en celebración de la Pascua, compartió Jesús con sus
discípulos. En ella instituyó la eucaristía, también llamada comunión, en la
cual Cristo deja su cuerpo y sangre transustanciados en pan y vino.
San Lucas, en el Nuevo
Testamento, lo relata así: “Entonces tomó el pan y, habiendo dado las gracias,
lo partió y les dio, diciendo: ‘Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado;
haced esto en memoria mía’. Asimismo, tomó también la copa, después de que hubo
cenado, diciendo: ‘Esta copa es el nuevo convenio en mi sangre, que por
vosotros se derrama’” (Lucas, 22: 19-20).
Como lavatorio de pies
del Jueves Santo se denomina el evento en el cual Jesús, como un acto de
humildad, lava los pies a sus discípulos, con la finalidad de dar un ejemplo de
amor y servicio a los semejantes. De allí se desprende el mandamiento que Jesús
hizo a sus discípulos: que debían amarse y servirse unos a otros.
En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, a los sumos sacerdotes y les propuso: «¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?»
Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y
desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los Ázimos se acercaron los
discípulos a Jesús y le preguntaron: «¿Dónde quieres que te preparemos la cena
de Pascua?»
Él contestó: «ld a la ciudad, a casa de Fulano,
y decidle: "El Maestro dice: Mi momento está cerca; deseo celebrar la
Pascua en tu casa con mis discípulos."»
Los discípulos cumplieron las instrucciones de
Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa con los Doce.
Mientras comían dijo: «Os aseguro que uno de
vosotros me va a entregar.»
Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle
uno tras otro: «¿Soy yo acaso, Señor?»
Él respondió: «El que ha mojado en la misma
fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está
escrito de él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!; más le
valdría no haber nacido.»
Entonces preguntó Judas, el que lo iba a
entregar: «¿Soy yo acaso, Maestro?»
Él respondió: «Tú lo has dicho.»
REFLEXION:
En el Evangelio de hoy la
traición, como asunto central, oculta un hecho importante: la preparación de la
cena. No es una cena cualquiera. Es la última cena y da la impresión de que
todos los protagonistas los saben.
Los
discípulos han vivido con Jesús durante los últimos años. No ha sido solo su
maestro sino algo más. Le han seguido por los caminos polvorientos de Judea,
Samaría y Galilea. Han escuchado sus palabras. No han entendido todo lo que ha
dicho pero saben que Jesús no es un predicador más. Hay algo diferente en él.
Más allá de sus palabras han visto su forma de estar, de relacionarse con los
que sufren, con los oprimidos por el mal y la enfermedad. Se han dado cuenta de
que su presencia era sanadora y que abría caminos de esperanza para los que
sólo tenían un futuro negro, oscuro e incierto por delante.
Ahora saben,
aunque no se atrevan a decirlo, que esa historia está a punto de terminar. Y
que la cena de Pascua que se avecina no va a ser una mas de las que han venido
celebrando todos los años. No va a ser diferente por la comida sino porque
saben que algo se va a romper para siempre. La cercanía con Jesús, su maestro y
señor, se va a quebrar. Hay nubes de tormenta en el horizonte. El que ha sido
creador de esperanza y vida para tantos, tiene la muerte acechando en su propio
horizonte. Por eso la cena que van a preparar no es normal.
También
Judas sabe que va a ser la última cena. Él se va a encargar de cortar esa
historia, de romper las esperanzas y el futuro. Quizá porque no ha entendido
nada. Lo que él esperaba ve que no se va a hacer realidad. No tiene sentido ni
seguir a Jesús ni seguir con Jesús. Judas es el hombre sin esperanza que en su
desesperación en lugar de agarrarse al que le puede salvar decide abandonarle,
traicionarle. Si no hay salvación para él, que no la haya para nadie. ¡Qué
error más grande!
Nosotros
sabemos ahora que esa última cena culminará en la resurrección, en el amanecer
de una nueva vida y de una nueva esperanza. Pero hay muchos que viven en la desesperación
más absoluta. Hoy es un buen día para acordarnos de ellos en nuestra oración. Y
si a alguno conocemos, de acercarnos a él o ella y, con nuestra presencia,
abrir un hueco para la luz y la esperanza en medio de su noche. No se trata de
acusar y condenar sino de tender la mano y salvar.
REFLEXION:
Palabra del Señor
REFLEXION :
Primer día de esta semana en la que vamos a celebrar el misterio de la
muerte y resurrección de Jesús. Como es misterio, no vamos a tratar de explicarlo.
Se trata sencillamente de contemplar con el corazón abierto. Se trata de acoger
sin condiciones. Algo parecido a lo que hicieron Lázaro, Marta y María. Eran
los amigos de Jesús. Confianza de años. No hacían preguntas. Simplemente tenían
abierta su casa para él. Le querían y le querían sin condiciones. Así es el
verdadero amor, la verdadera amistad. Jesús ya era de la familia. Todo lo que
había en la casa era poco para ofrecer a aquel amigo que les visitaba de vez en
cuando. Los mejores manjares, el mejor servicio. Y, si se tercia y hay
posibilidad, el mejor perfume para ungir sus pies cansados del camino.
Aunque siempre hay alguno que estropea la fiesta y
se pone en plan crítico. ¿Para que vaciar la despensa? ¿No es uno más de la
familia? Se le saca lo de todos los días y basta. Y, ¿ qué es eso de andar
derrochando perfumes cuando eso podía ayudar a los pobres? Está claro que Judas
no había entendido mucho lo que era el amor incondicional, ni lo que era una
relación entre personas generosa y abierta. Da la impresión de que Judas estaba
acostumbrado a calcular, a razonar todo. Lázaro, Marta y María habían entendido
la novedad de Jesús y lo manifestaban en su acogida sin límites, en su amistad
sin condiciones.
En esta semana que comenzamos llena de
celebraciones con muchas palabras y muchos símbolos y muchos ritos nos conviene
imitar la actitud de Lázaro, Marta y María. No se trata de calcular y razonar.
Se trata simplemente de acoger, de contemplar. Se trata de hacer de nuestro
corazón la casa familiar donde Jesús sea acogido y donde nosotros simplemente
estemos a su lado, sintiendo con él, acompañándole. Sin más. Porque el misterio
no se descifra ni se estudia ni se cuenta en un libro a base de argumentos y
razonamientos. El misterio se contempla. Y se va dejando que, poco a poco, esa
plenitud del amor de Dios manifestado en la vida de Jesús y, sobre todo, en sus
últimos momentos, vaya llegando a nuestro corazón. Y nos inunde de alegría y de
esperanza. Y nos vaya haciendo capaces de amar y acoger y servir a nuestros
hermanos y a descubrir en ellos el misterio del amor de Dios hecho carne.
Fernando Torres cmf
C. Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, se reunieron, y, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó:
S. «¿Eres tú el rey de los judíos?»
C. Él respondió:
+ «Tú lo dices.»
C. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas
cosas. Pilato le preguntó de nuevo:
S. «¿No contestas nada? Mira cuántos cargos
presentan contra ti.»
C. Jesús no contestó más; de modo que Pilato
estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le
pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían
cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el
indulto de costumbre. Pilato les contestó:
S. «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?»
C. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo
habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la
gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la
palabra y les preguntó:
S. «¿Qué hago con el que llamáis rey de los
judíos?»
C. Ellos gritaron de nuevo:
S. «¡Crucifícalo!»
C. Pilato les dijo:
S. «Pues ¿qué mal ha hecho?»
C. Ellos gritaron más fuerte:
S. «¡Crucifícalo!»
C. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les
soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo
crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio–
y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona
de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo:
S. «¡Salve, rey de los judíos!»
C. Le golpearon la cabeza con una caña, le
escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla,
le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Y
a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro
y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota (que
quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra; pero él
no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte,
para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron.
En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos.»
Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así
se cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor.» Los que
pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo:
S. «¡Anda!, tú que destruías el templo y lo
reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.»
C. Los sumos sacerdotes con los escribas se
burlaban también de él, diciendo:
S. «A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede
salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo
veamos y creamos.»
C. También los que estaban crucificados con él
lo insultaban. Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta
la media tarde. Y, a la media tarde, Jesús clamó con voz potente:
+ «Eloí, Eloí, lamá sabaktaní.»
C. Que significa:
+ «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?»
C. Algunos de los presentes, al oírlo, decían:
S. «Mira, está llamando a Elías.»
C. Y uno echó a correr y, empapando una esponja
en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo:
S. «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.»
C. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El
velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba
enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:
S. «Realmente este hombre era Hijo de Dios.»
Palabra del Señor
REFLEXION:
En resumen: las razones o causas por las que Jesús termina
crucificado hay que buscarlas, en primer lugar y por encima de todo, en el
rechazo de su misión y su mensaje. No conviene olvidarlo, para no «descontextualizar»
ni «espiritualizar» la historia de una tremenda injusticia que
dejó a todos muy desconcertados. Y porque esas luchas y enfrentamientos de
Jesús han de ser ahora y siempre las nuestras, las de sus discípulos, puesto
que el «panorama» no ha cambiado mucho que digamos. Sólo después, con la
suficiente distancia, y ayudados por la Escritura (la Primera Lectura de hoy,
por ejemplo) vendrán las interpretaciones teológicas sobre el sentido y
significado de su muerte.
• Por eso mismo, no podemos asistir a
los acontecimientos de la Semana Santa del Señor como «espectadores» de
una historia que ocurrió hace dos milenios, y sobrecogernos y asombrarnos de
todo lo que le pasó al Hijo de Dios... sin dejarnos afectar
personalmente. Repasar y revivir la Pasión del Hijo de Dios tiene que servir
para que reaccionemos y nos indignemos por tantos «hijos de Dios»
que viven HOY similares circunstancias, y que también son eliminados,
machacados, silenciados... por oscuros intereses de todo tipo. El «desorden»
que mató a Jesús está detrás de los tejemanejes de las industrias farmacéuticas,
alimentarias, del comercio de armas, de las manipulaciones políticas y
económicas de todos los colores... Aquella historia del Hijo de Dios está
hoy muy viva y es muy actual, y tenemos que tener mucho cuidado... para no ser
sus nuevos protagonistas: nuevos Pilatos, nuevas autoridades, nuevas gentes
manipuladas, nuevos discípulos cobardes, etc. etc. No es coherente que nos
conmocionen las heridas, las caídas, los latigazos, y todo lo demás que tuvo
que soportar Jesús... por ser quien era... y dejar en el olvido que él fue «uno
de tantos» (como decía la anterior traducción litúrgica) que corren hoy
su misma suerte.
Quique Martínez de la Lama-Noriega,
cmf
Palabra del Señor
REFLEXION:
La tensión entre
Jesús y los judíos (fariseos y sumos sacerdotes) ha llegado a un punto de no
retorno. Ya no se trata de polémicas sobre la ley, ni de amenazas más o menos
veladas, o de ataques (como intentos de lapidación) más o menos espontáneos.
Ahora se celebra una reunión oficial del más alto nivel y se toma una decisión
en toda regla, y se dan las instrucciones para su cumplimiento. Es curioso y
trágico, paradójico, que el motivo final de la decisión de darle muerte sea el
hecho de que Jesús ha devuelto la vida a un hombre. La ceguera de los líderes
del pueblo es total: no lo ven como un signo definitivo de su mesianismo, de
que Dios actúa por medio de él, sino como una amenaza: amenaza para su poder
religioso, amenaza política por las posibles represalias romanas. Los cálculos
humanos y los intereses de corto alcance les han cegado para ver lo que, por
otro lado, parece evidente: Dios mismo actúa en y por Jesús.
Juan, que siempre
juega en dos planos, el de la comprensión meramente humana, y la de los planes
de Dios (“mis pensamientos no son vuestros pensamientos, y mis caminos no son
vuestros caminos, dice el Señor” – Is 55, 8), ve en las palabras de Caifás, que
pronuncian la sentencia de muerte de Jesús, un oráculo profético, que
trasciende por completo la intención del Sumo Sacerdote. Siendo “de aquí
abajo”, decide la muerte de Jesús por cálculos políticos y religiosos; pero,
por el cargo que ocupa (que proviene de “allí arriba”), expresa el verdadero
sentido de esa muerte. Sin quererlo ni pensarlo, da en el clavo: Jesús va a
morir por todo el pueblo, y no sólo, sino que iba a reunir a los hijos de Dios
dispersos.
Es altamente
significativo que la profecía de Ezequiel no se refiera a Judá, sino a Israel,
que se había dispersado definitivamente casi doscientos años antes de la
deportación de Babilonia. Israel había dejado de existir como pueblo, se había
disuelto entre todas las naciones. La profecía de Ezequiel se puede entender
como una reunificación que, en el fondo, afecta a la humanidad entera en torno
a un rey y pastor que trasciende toda significación política.
Jesús entrega su
vida libremente. Por eso no se oculta, y tras su retirada a Efraín, se prepara
a regresar a Jerusalén, pese a los graves peligros que se ciernen sobre él.
Aceptar libremente la muerte por amor significa tocar el centro neurálgico del
drama del hombre, exiliado de Dios por el pecado, condenado a una muerte “para
siempre” (como decíamos dos días atrás). La muerte no sabe de razas, ni de
condición social, ni de partidos, ideologías, ni de religión. Yendo libremente
hacia la muerte, Jesús se adentra en el lugar en el que todos sin excepción
somos iguales. Sólo dando la vida es posible reunir a todos los seres humanos
dispersos en una familia nueva, la de los hijos de Dios.
Jesús se apresta a
volver a Jerusalén. Nosotros, discípulos suyos, debemos estar dispuestos a
acompañarlo, a ser testigos de su Pasión, para poder proclamar después su Resurrección.
Mañana, Domingo de Ramos, nos adentramos en la Semana Santa, el giro decisivo
de la historia de la humanidad. “Ya están pisando nuestros pies tus umbrales
Jerusalén” (Sal 122, 2).
Saludos cordiales,
José M. Vegas cmf
REFLEXION:
Jeremías, el
profeta desoído y maltratado por su propia gente, es imagen del destino de
Jesús, rechazado y perseguido por los principales del pueblo. Es significativo
que el rechazo se produce en el Templo, lugar de culto y centro y símbolo de la
religiosidad del Israel. La causa de la persecución y del intento de lapidación
ya no es el pretendido incumplimiento de la ley, sino la pretensión de Jesús de
ser Hijo de Dios. Jesús responde a esa acusación anunciando que esa identidad
suya no es exclusiva, sino inclusiva: la salvación consiste en la filiación
divina, en entrar en el ámbito de la divinidad, que se alcanza precisamente por
medio del Hijo, aceptando la palabra de Jesús.
Pero debemos
reconocer que no es fácil aceptar la condición divina de uno que, pese a todo,
no deja de ser un hombre. Con frecuencia pienso, que, si yo hubiera sido
contemporáneo de Jesús, posiblemente hubiera estado de acuerdo en su condición
de profeta, incluso del más grande profeta de Israel. Pero de ahí a aceptar su
condición de Hijo de Dios, de Dios mismo, hay un buen trecho. ¿Habría yo dado
ese paso? Dar el paso de una fe así exige, al parecer, dar un salto en el
vacío. Sin embargo, Jesús insiste en su identidad (y nos invita a dar el
salto), pero nos ofrece (como una red) el testimonio de sus obras. La suya no
es una pretensión ni una afirmación huera, sino avalada por sus obras. Hay en
él una perfecta armonía entre palabras y obras. Su palabra es viva y eficaz
(cf. Hb 4, 12), es una palabra que actúa, que se traduce en obras. Las obras
son la prolongación de esa palabra, son acciones salvíficas que hablan por sí
mismas. Palabras y obras indican que Jesús, al declararse Hijo de Dios, no se
encumbra, ni se pone por encima de los demás, sino que, al contrario, se abaja,
se acerca, se pone a nuestro nivel, para hacernos partícipes de esta misma
identidad
Pero del duro
diálogo con los judíos cabe concluir que “ni por esas”. La contumacia de sus
oponentes es total, como en el caso de los enemigos de Jeremías, lo que
significa que su suerte, como la del profeta, está echada. Por eso, se retira
del Templo y se va al desierto, al lugar de sus orígenes, del bautismo de Juan,
del comienzo de su ministerio y de sus primeros discípulos. Es un gesto
profético que se puede interpretar como una reivindicación del testimonio de
Juan sobre él. Y es allí, en el desierto, donde “muchos creyeron en él”. Si el
Templo, símbolo del poder religioso, lo rechaza, es en el desierto, lugar de la
experiencia fundante de Israel, donde se produce la fe.
La cuaresma, ya en
su recta final, nos invita a volver al desierto, a la experiencia del despojo,
del camino esperanzado y de la purificación, para poder encontrarnos con el
verdadero Templo de Dios, la humanidad de Jesús, el Hijo de Dios Padre, que,
como un nuevo maná, quiere compartir su condición con nosotros.
Saludos cordiales,
José M. Vegas cmf
A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
REFLEXION:
María
recibe la noticia más importante de toda la historia de la humanidad. La
noticia de que Dios, por amor, va a enviar hasta nosotros, a nuestra tierra, a
su Hijo Jesús. Quiere que llegue a modo humano, concebido en el seno de
una mujer y por obra del Espíritu Santo. Y Dios elige a María para ser la madre
de Jesús. En un primer momento, como no podía ser menos, María se llenó de un
gran asombro, de un asombro positivo. Dios le pedía, ni más ni menos, que ser
la madre de su Hijo. María, ante las explicaciones del ángel Gabriel, aceptó la
oferta de Dios. “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra”.
Durante
nueve meses tuvo la ilusión de dejar nacer en su seno a su propio hijo, al hijo
de Dios. Durante el resto de la vida de su Hijo, siempre, como buena madre, le
llevó en su corazón. Cuando Jesús fue presentado en el Templo, les recibió
Simeón y dijo a María, su madre: “Está puesto para caída y levantamiento de
muchos en Israel y para signo de contradicción; una espada atravesará tu alma,
para que se descubran los pensamientos de muchos corazones”. Cuando Jesús
empezó su vida pública, a predicar su buena noticia del reino de Dios, se
cumplieron las palabras de Simeón. Ciertamente una espada atravesó el alma de
María, al ver que su Hijo era signo de contradicción, al ver que algunos le
rechazaban y que su rechazo fue tan fuerte que le clavaron en la cruz. Cran
dolor para María. Pero María siempre disfrutó del cariño, del amor de su Hijo,
a la vez que Hijo de Dios. Su corazón se ensanchaba cuando veía que también
mucha gente aceptaba a su Hijo, le escuchaba, le seguía… y le reconocían como
su Salvador.
María,
también nuestra madre, da un paso en favor nuestro. Nos ofrece que también
nosotros, como ella, dejemos nacer en nuestros corazones a Jesús. Porque Jesús
ha venido hasta nosotros para eso, para adentrarse y adueñarse de nuestro
corazón, por lo que podemos decir con san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, es
Cristo quien vive en mí”.
En
este día especial, alegrémonos con María porque el Señor ha hecho maravillas en
ella, la ha hecho Madre de su Hijo. Y demos gracias a Dios porque Jesús, el
Hijo de Dios, también quiere nacer en nuestros corazones. Nadie mejor que él
que sea el Dueño de nuestro corazón.
FRAY
MANUEL SANTOS SANCHEZ O.P.