Palabra del Señor
REFLEXION:
Jeremías, el
profeta desoído y maltratado por su propia gente, es imagen del destino de
Jesús, rechazado y perseguido por los principales del pueblo. Es significativo
que el rechazo se produce en el Templo, lugar de culto y centro y símbolo de la
religiosidad del Israel. La causa de la persecución y del intento de lapidación
ya no es el pretendido incumplimiento de la ley, sino la pretensión de Jesús de
ser Hijo de Dios. Jesús responde a esa acusación anunciando que esa identidad
suya no es exclusiva, sino inclusiva: la salvación consiste en la filiación
divina, en entrar en el ámbito de la divinidad, que se alcanza precisamente por
medio del Hijo, aceptando la palabra de Jesús.
Pero debemos
reconocer que no es fácil aceptar la condición divina de uno que, pese a todo,
no deja de ser un hombre. Con frecuencia pienso, que, si yo hubiera sido
contemporáneo de Jesús, posiblemente hubiera estado de acuerdo en su condición
de profeta, incluso del más grande profeta de Israel. Pero de ahí a aceptar su
condición de Hijo de Dios, de Dios mismo, hay un buen trecho. ¿Habría yo dado
ese paso? Dar el paso de una fe así exige, al parecer, dar un salto en el
vacío. Sin embargo, Jesús insiste en su identidad (y nos invita a dar el
salto), pero nos ofrece (como una red) el testimonio de sus obras. La suya no
es una pretensión ni una afirmación huera, sino avalada por sus obras. Hay en
él una perfecta armonía entre palabras y obras. Su palabra es viva y eficaz
(cf. Hb 4, 12), es una palabra que actúa, que se traduce en obras. Las obras
son la prolongación de esa palabra, son acciones salvíficas que hablan por sí
mismas. Palabras y obras indican que Jesús, al declararse Hijo de Dios, no se
encumbra, ni se pone por encima de los demás, sino que, al contrario, se abaja,
se acerca, se pone a nuestro nivel, para hacernos partícipes de esta misma
identidad
Pero del duro
diálogo con los judíos cabe concluir que “ni por esas”. La contumacia de sus
oponentes es total, como en el caso de los enemigos de Jeremías, lo que
significa que su suerte, como la del profeta, está echada. Por eso, se retira
del Templo y se va al desierto, al lugar de sus orígenes, del bautismo de Juan,
del comienzo de su ministerio y de sus primeros discípulos. Es un gesto
profético que se puede interpretar como una reivindicación del testimonio de
Juan sobre él. Y es allí, en el desierto, donde “muchos creyeron en él”. Si el
Templo, símbolo del poder religioso, lo rechaza, es en el desierto, lugar de la
experiencia fundante de Israel, donde se produce la fe.
La cuaresma, ya en
su recta final, nos invita a volver al desierto, a la experiencia del despojo,
del camino esperanzado y de la purificación, para poder encontrarnos con el
verdadero Templo de Dios, la humanidad de Jesús, el Hijo de Dios Padre, que,
como un nuevo maná, quiere compartir su condición con nosotros.
Saludos cordiales,
José M. Vegas cmf