Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una
mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola frente a él, le dijeron: “Maestro,
esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la
ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?”
Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder
acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían en su pregunta, se incorporó y les dijo: “Aquel de ustedes que
no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Se volvió a agachar y siguió
escribiendo en el suelo.
Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron
a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron
solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a él.
Entonces Jesús se enderezó y le preguntó: “Mujer,
¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” Ella le contestó:
“Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a
pecar”.
Palabra del Señor
REFLEXION:
La situación que
nos presenta el Evangelio, una mujer ha
sido sorprendida en flagrante adulterio. En este caso, el castigo que se
demanda es el merecido, según los parámetros de la época (una época, por
cierto, que llega hasta nuestros días en muchos lugares del mundo). Los jueces
y verdugos de la acción justiciera, apelando a la autoridad de Moisés, quieren
también, al parecer, el aval de Jesús. En realidad, aquellos hombres usaban a
la mujer para cazarlo a él: si se opone a la condena contradice a la ley
mosaica, que mandaba lapidarla (Lv 20, 10), si la sanciona, se opone a la ley
romana, que prohibía a los judíos ejecutar a nadie; en los dos casos se lo
podría acusar, que era de lo que se trataba. Jesús cumple al mismo tiempo las
dos leyes: la romana, evitando la lapidación; la ley mosaica, por su parte,
mandaba lapidar no sólo a la adúltera, sino también al hombre con el que había
pecado. La torcida interpretación de la ley hacía caer la culpa sólo sobre la
mujer. Pero Jesús, con su genial respuesta, parece estar diciéndoles: “y ¿dónde
está el hombre que ha pecado con ella?”. Si querían ejecutar la sentencia había
que traer a otro culpable, quien sabe si presente entre los acusadores, quien
sabe si no había abusado de la pobre mujer contra su voluntad.
¿Quién está libre
de pecado? Sólo Jesús podía tirar la piedra. Ni se la tira a la mujer, ni al
hombre que la había seducido. ¿Cuántas piedras tiramos contra pecadores
presuntos o reales, sin mirar el propio pecado? Cuando actuamos así, sin
disposición al perdón, sin misericordia, nuestros nombres están escritos sobre
el polvo, como los que se apartan del Señor, dice el profeta Jeremías (Jer 17,
13), que es probablemente el gesto profético que Jesús realiza durante el tenso
diálogo.
Sólo la misericordia
de Dios es capaz de salvarnos, no sólo de la muerte, sino también del pecado.
La misericordia salva al pecador, pero condena el pecado (“no te condeno, no
peques más”), nos rehabilita, pero también nos exige. Y el perdón, unido a la
llamada a romper con el mal en todas sus formas, nos lleva a transformar
nuestra mirada y hasta nuestra consideración de la justicia. Mirando con los
ojos de Jesús, nos alegramos de la salvación de Susana, y de la de la mujer
adúltera, pero no debemos desear apedrear al que la sedujo, ni deberíamos
alegrarnos de la muerte de los viejos malvados.
José M. Vegas cmf