Palabra del Señor
REFLEXION:
La tensión entre
Jesús y los judíos (fariseos y sumos sacerdotes) ha llegado a un punto de no
retorno. Ya no se trata de polémicas sobre la ley, ni de amenazas más o menos
veladas, o de ataques (como intentos de lapidación) más o menos espontáneos.
Ahora se celebra una reunión oficial del más alto nivel y se toma una decisión
en toda regla, y se dan las instrucciones para su cumplimiento. Es curioso y
trágico, paradójico, que el motivo final de la decisión de darle muerte sea el
hecho de que Jesús ha devuelto la vida a un hombre. La ceguera de los líderes
del pueblo es total: no lo ven como un signo definitivo de su mesianismo, de
que Dios actúa por medio de él, sino como una amenaza: amenaza para su poder
religioso, amenaza política por las posibles represalias romanas. Los cálculos
humanos y los intereses de corto alcance les han cegado para ver lo que, por
otro lado, parece evidente: Dios mismo actúa en y por Jesús.
Juan, que siempre
juega en dos planos, el de la comprensión meramente humana, y la de los planes
de Dios (“mis pensamientos no son vuestros pensamientos, y mis caminos no son
vuestros caminos, dice el Señor” – Is 55, 8), ve en las palabras de Caifás, que
pronuncian la sentencia de muerte de Jesús, un oráculo profético, que
trasciende por completo la intención del Sumo Sacerdote. Siendo “de aquí
abajo”, decide la muerte de Jesús por cálculos políticos y religiosos; pero,
por el cargo que ocupa (que proviene de “allí arriba”), expresa el verdadero
sentido de esa muerte. Sin quererlo ni pensarlo, da en el clavo: Jesús va a
morir por todo el pueblo, y no sólo, sino que iba a reunir a los hijos de Dios
dispersos.
Es altamente
significativo que la profecía de Ezequiel no se refiera a Judá, sino a Israel,
que se había dispersado definitivamente casi doscientos años antes de la
deportación de Babilonia. Israel había dejado de existir como pueblo, se había
disuelto entre todas las naciones. La profecía de Ezequiel se puede entender
como una reunificación que, en el fondo, afecta a la humanidad entera en torno
a un rey y pastor que trasciende toda significación política.
Jesús entrega su
vida libremente. Por eso no se oculta, y tras su retirada a Efraín, se prepara
a regresar a Jerusalén, pese a los graves peligros que se ciernen sobre él.
Aceptar libremente la muerte por amor significa tocar el centro neurálgico del
drama del hombre, exiliado de Dios por el pecado, condenado a una muerte “para
siempre” (como decíamos dos días atrás). La muerte no sabe de razas, ni de
condición social, ni de partidos, ideologías, ni de religión. Yendo libremente
hacia la muerte, Jesús se adentra en el lugar en el que todos sin excepción
somos iguales. Sólo dando la vida es posible reunir a todos los seres humanos
dispersos en una familia nueva, la de los hijos de Dios.
Jesús se apresta a
volver a Jerusalén. Nosotros, discípulos suyos, debemos estar dispuestos a
acompañarlo, a ser testigos de su Pasión, para poder proclamar después su Resurrección.
Mañana, Domingo de Ramos, nos adentramos en la Semana Santa, el giro decisivo
de la historia de la humanidad. “Ya están pisando nuestros pies tus umbrales
Jerusalén” (Sal 122, 2).
Saludos cordiales,
José M. Vegas cmf