La liturgia, ya casi terminando el año litúrgico, nos invita a la vigilancia, a estar atentos al Señor que ya llega. Para ello nos presenta este episodio que se realiza durante el viaje de Jesús a Jerusalén (9,51-19,28) e incluye tres parábolas: un texto sapiencial sobre la vigilancia ante un ladrón (39-40); un relato sobre el comportamiento diligente o infiel de unos criados a los que el amo a su vuelta premia o castiga (41-46) y una conclusión sobre la relación entre conocimiento y responsabilidad (vv. 47-48).
En la primera, Jesús nos sitúa ante el dueño de una casa que vigila ante la posible irrupción de un ladrón, lo que exige una actitud extremadamente activa. Sorprende que Jesús compare la llegada del Hijo del hombre con la de un ladrón, aunque encontramos otros textos en el NT semejantes: “Pero vendrá el día del Señor como ladrón...” (2 Pe 3,10). En el fondo, el símil hace caer en la cuenta de lo imprevisible de la situación y de sus consecuencias. La actitud de vigilancia ha de ser permanente sin distraerse en ningún momento.
A continuación, Pedro rompe el monólogo del Maestro con una pregunta. No le ha quedado claro a quiénes van dirigidas las palabras de Jesús: ¿a los discípulos? ¿a toda la gente? La respuesta de Jesús es ambigua, pues responde con una nueva parábola en la que van a intervenir dos figuras diferentes, un administrador que cumple con su obligación mientras que el otro confiado en el retraso del amo se dedica a la buena vida e incluso maltrata a los que están bajo su mando. El relato, en este caso, pone el énfasis en la responsabilidad de los líderes en esta tarea de estar expectantes siendo fieles a la vocación a la que han sido llamados.
La narración termina con una conclusión en la que se vincula el conocimiento a la responsabilidad. A más conocimiento más responsabilidad: “Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá”.
Todo el relato es una exhortación a vigilar de forma activa y expectante porque el Señor puede llegar en cualquier momento. Sin embargo, no podemos caer en la trampa de mirar a otros para compararnos con ellos en esta espera atenta, en esta vela. Cada uno somos responsable de la nuestra. La actitud es personal, intransferible e indelegable. Eso sí, nuestra responsabilidad es proporcional al conocimiento del Señor que hayamos recibido, a su gracia, a la vocación a la que hemos sido llamados, a nuestro liderazgo en la comunidad. ¿Cómo me sitúo en este tiempo de vigilancia atenta? ¿Me “relajo” y abandono porque veo a otros de brazos cruzados? ¿Soy consciente de mi propia responsabilidad? La tarea de vigilar, de velar de estar atentos ya tiene premio, la esperanza: “Alza los ojos y mira” (Is 49,18).