Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos “han visto a tu Salvador”,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
“luz para alumbrar a las naciones”
y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, y dijo a María, su madre:
«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Es palabra de Dios
REFLEXION
El evangelio de hoy nos narra una sencilla escena que responde, por un lado, a las costumbres del pueblo judío y por otra parte, a la capacidad de descubrir la presencia de Dios en lo sencillo de la vida.
Los protagonistas de esta escena son un anciano, un niño y una joven pareja. La presencia de Dios se revela en la fragilidad de un niño y se contextualiza en una joven pareja que vive su fe y realiza las costumbres propias de su contexto religioso. Esta escena podría pasar tranquilamente desapercibida si no hubiese ido al templo un hombre justo y piadoso: Simeón. Probablemente, los ojos de Simeón habían visto ya muchas cosas y el corazón de quien confía siempre aguarda el consuelo de Dios. Inmediatamente, cuando vio a la joven pareja y el niño reconoció al Salvador y en él, el signo de contradicción que iría significar. La alegría y el dolor, la esperanza y el absurdo se entrelazan y alertan a la joven pareja de un futuro que no se conoce pero que se realizará.
Hoy somos invitados a preguntarnos cómo vivo, si es en tinieblas o en la luz. Preguntarnos si percibo la presencia de Dios en lo cotidiano; observar cómo anda mi compromiso concreto y real para que el consuelo de Dios se haga realidad en la vida de quienes me rodean.
Hna. Ana Belén Verísimo García OP
Dominica de la Anunciata