Es muy dominicano el comienzo del pasaje del evangelio de San Lucas que meditamos hoy. La beata Juana de Aza soñó, antes de dar a luz a su hijo Domingo, con la imagen de un perro que portaba una antorcha encendida en la boca, dispuesto a incendiar el mundo. Al menos así lo interpretó el abad del Monasterio de Silos respondiendo a sus temores. Se trata de la misma expresión de Jesús que leemos en el evangelio. Me detendré en las dos palabras que dan título a este comentario. La primera, la escuché en una visita a la Universidad Católica de Santiago de Chile en la que alguien me habló de un santo jesuita, sindicalista y educador, muy conocido para los chilenos, aunque no para mí. Se trataba de San Alberto Hurtado. Entre sus escritos educativos, encontré una bonita metáfora con la que explicaba el significado que para él tenía la educación: educar no es llenar un recipiente vacío sino encender un fuego en el corazón del educando. Algo añade esta idea a la obra de misericordia que nos anima a enseñar al que no sabe, pues se trata, no de enseñar humana sabiduría, sino de la sabiduría de Dios que acabamos de leer en la primera lectura. Sabiduría que hemos conocido en Cristo Jesús por acción del Espíritu Santo. Esto mismo es para nosotros, dominicos, la predicación del Evangelio. Los dominicos no llegamos al hermano con doctas palabras sino con el corazón encendido de amor a Jesús que nos mostró, con sus obras y enseñanzas, al Padre. También nos abrió los deseos de su corazón: hacer la voluntad de Dios amándonos a todos nosotros. Así lo expresó en la oración de despedida del evangelio de San Juan: os amo igual que yo he sido amado por mi Padre… confiad en mí en medio de vuestras tribulaciones porque yo he vencido al mundo... Y así, con esos sentimientos hacia nosotros, se dirige al Padre pidiendo exactamente lo mismo que él recibe: que lleguemos a contemplar su gloria en la otra vida con la promesa de permanecer junto a nosotros, todos los días, hasta el fin de los tiempos. Con esta preciosa oración, tomamos conciencia del encendido amor de Jesús por nosotros y nos unimos a su deseo de ser santificados en la unidad, manteniendo la comunión de los santos por la que alcanzamos la sabiduría: el conocimiento del amor de Dios manifestado en Cristo. Mucho más que luz que ilumina, es fuego que prende los corazones y los prepara para la predicación. Predicar es consolar, aunque también es confrontar. La confrontación descrita en el evangelio de San Lucas puede tener una lectura personal, más allá de la lineal que enfrenta al hijo adolescente con la autoridad paterna, o a las nueras con las suegras por las divergencias de opinión sobre el trato de los hijos/cónyuges. Esta lectura que proponemos, nos remite a las palabras que dirige San Pablo a los romanos, palabras con las que confiesa sus propias contradicciones: Porque no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero (Rom. 7: 19). Esta división en nuestra familia interior, pone de manifiesto nuestras limitaciones y nuestra necesidad de ser transformados más allá de lo que somos capaces de pedir. Dejemos que la contemplación de estos misterios transforme nuestros sentimientos conformándolos a los de Cristo Jesús hasta poder decir con el apóstol: No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí (Gal. 2:20). |