En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo.
Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban.
Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos.
El evangelio de hoy nos muestra una disputa, la del divorcio, tal como se configuraba en el judaísmo del tiempo de Jesús. La interpretación de Dt 24,1, base de la discusión, era lo que tenía divididas a las dos escuelas rabínicas de la época; una más permisiva (Hillel) y otra más estricta (Shamay). Para unos cualquier cosa podía ser justificación para repudiar, para otros la cuestión debería ser más sopesada. Pero al final, alguien salía vencedor de esa situación. Naturalmente el hombre, el fuerte, el poderoso, el que hacía e interpretaba las leyes.
Pero a Jesús no se le está preguntando por las causas del repudio que llevaba a efecto el hombre contra la mujer, o por lo menos desvía el asunto a lo más importante. Recurrirá a la misma Torah (ley) para poner en evidencia lo que los hombres inventan y justifican desde sus intereses, y se apoya en el relato del Génesis de la primera lectura. Dios no ha creado al hombre y a la mujer para otra cosa que para la felicidad. ¿Cómo, pues, justificar el desamor? ¿Por la Ley misma? ¿En nombre de Dios? ¡De ninguna manera!
Por ello, todas las leyes y tradiciones que consagran las rupturas del desamor responden a los intereses humanos, a la dureza del corazón; por lo mismo, el texto de Dt 24,1 también. Jesús aparece como radical, pero precisamente para defender al ser inferior, en este caso a la mujer, que no tenía posibilidad de repudio, ni de separación o divorcio. Como la mujer encontrada en adulterio que no tiene más defensa que el mismo Jesús (Jn 8,1ss). Jesús hace una interpretación profética del amor matrimonial partiendo de la creación, que todos hemos estropeado con nuestros intereses, división de clases y de sexo. Y es que el garante de la felicidad y del amor es el mismo Creador, quiere decirnos Jesús.