El Evangelio de hoy nos habla de Bartimeo, un ciego que no ve; no ve colores, ni formas, ni rostros; está sumido en la oscuridad más absoluta, pero la ceguera de los ojos de su cara no le impide tener confianza en lo que Jesús puede hacer por él y no está dispuesto a renunciar a ello.
Por eso, alza su voz y grita pidiendo misericordia, grita sin reparos, es el grito de esperanza que le va a permitir salir de la oscuridad.
Cualquiera de nosotros podemos ser Bartimeo, postrados en ese camino, pidiendo limosna a un mundo que apenas nos da unas monedas de falsa felicidad, y quieren que hablemos bajito, que no gritemos, que no molestemos. Nunca pretendemos molestar, pero tenemos que gritar frente a los que nos quieren hacer callar.
Llega su momento, su oportunidad, en la que salta como un resorte, sin protección, sin seguridad; es como un salto al vacío, sin miedo y sin temor, pero con una confianza en ese desconocido, Jesús, con una fe firme, plena y completa.
Y Jesús siente compasión; siente el dolor de Bartimeo desde lo más profundo y lo hace suyo, siente su dolor y le da la mejor limosna, encontrarse con Él, en el ruido de la multitud.
Como a Bartimeo, Jesús nos pregunta a cada uno de nosotros ¿qué quieres que haga por ti? Y por fin llega nuestro momento, el de hablar con Dios, de corazón a corazón, Él sabe cuáles son nuestras necesidades y carencias, hemos escuchado su Palabra, pero ahora Él quiere escuchar nuestras palabras, con sinceridad y sencillez. Quiere que me reconozca tal y como soy, de cuál es mi auténtica realidad.