Jesús acaba de enviar a sus discípulos, a los pueblos y lugares donde él iría después, para llevar su paz y decirles que el reino de Dios está cerca. Es consciente de la dureza de la misión y que el rechazo y el fracaso forman parte de ella. Él mismo lo ha experimentado. Frente a esta realidad ancla lo nuclear del seguimiento, y es que somos enviados. No vamos por iniciativa propia ni proclamamos nuestros propios mensajes. Formamos parte de algo mucho más profundo y grande que nosotros mismos. El Padre envía a Jesús, y el nos envía a nosotros. Llevamos ese tesoro en vasijas de barro, sí, pero es un tesoro, palabras que sanan y liberan, gestos que hacen presente la salvación y el amor de Dios. Por eso, quien “os escucha a vosotros, me escucha a mí”. La llamada a la conversión, a escuchar el mensaje de paz y de amor, implica una respuesta de vida en quien lo escucha y acoge, un cambio coherente con la Palabra anunciada. Creer no es solamente aceptar unas verdades de fe y llevar a cabo unas prácticas religiosas. Creer me confronta con el Evangelio mismo y me pide escuchar lo que el Señor me pide en cada momento, poniéndolo en práctica. No se trata solamente de una fe individual, que se reduce al ámbito de lo privado o al círculo de aquellos con quienes compartimos nuestra fe. El Evangelio es un anuncio de justicia y de paz, de amor y solidaridad, para los pueblos y ciudades, para las relaciones sociales, familiares y políticas, porque el reino de Dios quiere hacerse realidad para bien de todos. Hoy celebramos a san Francisco de Asís. Nadie mejor que él se entregó plenamente al anuncio de la paz, y fue testimonio sencillez, pobreza, alabanza y hermandad con todo lo creado. Vivió una fuerte conversión al Evangelio y lo hizo su camino de vida y santidad. Hoy sigue inspirando el compromiso cristiano con la justicia, la paz y el cuidado de la Creación, sin el que el anuncio de la Buena Noticia se quedaría vacío. |