El día 1º de noviembre celebramos con la Iglesia universal la festividad de Todos los Santos. Es una fiesta litúrgica muy antigua. Desde mediados del siglo IV en Oriente. En Roma, desde el siglo VIII, el culto se celebra y difunde desde el Panteón de Agripa cristianizado.
Gregorio III, el Papa que fija esta fecha en el calendario litúrgico, declara también el sentido de la fiesta: el recuerdo “de los Santos Apóstoles y de todos los mártires y confesores, y de todos los justos hechos perfectos que descansan en paz en todo el mundo”.
Para los creyentes es una fiesta familiar. Recordamos y honramos a cuantos hermanos y hermanas nuestros han llegado ya a la Casa del Padre, han sido recibidos por Dios con amor y misericordia infinitos, y viven ya para siempre con Él.
No les celebramos como difuntos, sino como vivos en el Señor.
Festejamos la trayectoria de sus vidas que siguieron a Jesús mientras estuvieron en la tierra. Disfrutaron todo lo bueno que Dios ha creado para nosotros, soportaron con paciencia las adversidades de la vida diaria, no decayeron en su deseo responder más plenamente cada día al amor de Dios, que nos invita a ser santos como Él lo es. Y en sus conversaciones con Dios se acuerdan de nosotros y nuestras necesidades.
Además del recuerdo gozoso de sus vidas, son también un estímulo para que nosotros también vivamos la vida cristiana en la que todos somos llamados a la santidad.
Celebramos, pues, su perfección y felicidad y renovamos nuestra esperanza.