En el evangelio de hoy Jesús entabla un largo debate con aquellos que quieren acusarle, y que son incapaces de ver en su acción bondadosa y liberadora hacia las personas, la acción misma de Dios. Pero si algo nos habla de presencia de Dios, es precisamente descubrir a nuestro alrededor y en nosotros mismos signos de transformación, de crecimiento que sólo son han podido ser posibles por la fuerza de su Presencia. Todo lo que es bueno en nuestra vida, siempre proviene de Él, es don suyo, es Gracia que nosotros acogemos. ¿Cómo me sitúo yo ante los signos de liberación que ocurren en mí y a mi alrededor? ¿Soy capaz de reconocerlos y agradecerlos o me cierro a ellos? ¿Puede acogerlos como don de Dios? Pero al mismo tiempo, somos conscientes, y Jesús no hace caer en la cuenta de ello, de la presencia del mal en nuestra vida; y que este mal se manifiesta en la división que provoca allí donde actúa. Una división que nos hace vivir en ruptura con nosotros mismos, con los otros, con la creación y con Dios. Una división, que poco a poco va minando, destruyendo nuestra vida. Es este mismo mal el que nos impide ver con lucidez, el que empaña nuestra vista y nos hace mirar las cosas, las personas, la realidad desde la óptica del poder, la sospecha, la desconfianza, la sensación de amenaza, el miedo, actitudes tan extendidas en nuestra sociedad de hoy que nos llevan a “demonizar,” como les pasó a los detractores de Jesús, todo lo que se sale de nuestras leyes, modos de pensar y formas de ver la vida. Por eso, el Señor, no dice con fuerza: “El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge, desparrama”. Porque hay caminos incompatibles: o nos dejamos engañar por la seducción de la tentación de querer “ser como dioses” que nos aleja de nuestro ser verdadero o estamos dispuestos a vivir en dinámica de apertura a la Gracia de Dios, a su amor infinito y nos dejamos transformar por Él para poder transitar el camino liberador que conduce a la Reconciliación, a la Paz y a la Vida. |