Una vez que Jesús pasa la noche orando, al amanecer elige a sus discípulos llamándolos por su nombre. Una gran muchedumbre los esperaba por el camino. Venían a escucharlo y a que los curasen. Curaba a los enfermos y a los atormentados por espíritus inmundos. Una fuerza curadora salía de él. Quizás no nos percatemos de las heridas del alma. Vivir atormentado por escrúpulos o por la culpa no es tarea fácil de enfrentar. Muchos recurrirán fácilmente al juicio psicológico de las patologías mentales como un recurso cómodo. Sin embargo, cualquiera puede vivir en su vida una tormenta. El mar con su oleaje horada los cimientos de una casa hasta hacerla caer. Asimismo, la tormenta puede destruir cuanto alcance en su curso natural. Vivir bajo la tormenta, es vivir en la aflicción, en la angustia vital o moral. Envueltos en una penumbra existencial, donde no se encuentra sentido a lo humano. Infringimos dolor al otro y, en ocasiones, atormentamos cada paso de libertad que el hermano pueda dar. Unas veces alejamos de la Iglesia a quienes necesitan de un consuelo constante, otras veces nos desentendemos sin preguntarnos por la responsabilidad personal que se debería despertar hacia el otro que nos contempla en la fe. ¿Qué pudo curar Jesús? Lo que curó fue el alma de los atribulados. La indignidad de no sentir a Dios, o de no ser creíble en su fe. La discriminación social de cuantos vivían anestesiados por la indiferencia, la malicia o la incredulidad. Curó también a los enfermos, huérfanos y viudas que necesitaban que se les restituyera su dignidad. Curó a cuantos querían mirar más profundamente su sentir religioso. Todos fueron acreedores de la acción sanadora de Jesús. Jesús no nos separa del mundo cuando nos elige, aunque sí dijo que no somos del mundo. Jesús establece una comunidad donde el anonimato no es posible. Todos son conocidos por el nombre, a todos los ha destinado a la escucha de la Palabra y a pertenecer al nuevo Reino de Dios. La culpa y la tormenta ha quedado atrás, todos han sido restituidos en su dignidad de hijos de Dios, todos son consolados en su tribulación. Por mucho que neguemos la nuestra, la Iglesia sigue viviendo esa tormenta, y Jesús sigue preguntándonos si aún no tenemos fe. |