El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano.
Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio; no acababa de conseguirlo, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía. Cuando lo escuchaba, quedaba desconcertado, y lo escuchaba con gusto.
La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea.
El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados, no quiso desairarla. En seguida le mandó a un verdugo que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre.
Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron.
Hoy celebramos junto con toda la Iglesia el martirio de san Juan Bautista, “el mayor de los nacidos de mujer”, así lo definió el mismo Cristo.
Profeta
Como auténtico profeta, Juan anunció a Jesucristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; dio testimonio de la verdad predicando la conversión, sin componendas; y con una gran humildad, muy consciente de que él no era la luz, sino testigo de la luz.
Dios elige a sus profetas. Dios es quien los llama ya desde el seno materno (salmo del día). También nosotros desde nuestro bautismo hemos sido elegidos, consagrados y enviados por Dios.
Hemos sido llamados a la vida, a la fe, a vivir la fe como una hermosa historia de amor con el Señor. A ver la presencia salvadora de Dios cada día, a gustar y ver qué bueno es el Señor. Todo es don, todo es gracia, todo es vocación: llamada y respuesta.
Martir
Juan fue recio en su testimonio. Su palabra era incómoda y fue mártir de la verdad que proclamaba. Un profeta como Juan no podía morir en una tranquila ancianidad.
La muerte de Juan Bautista fue tan provocativa para los poderosos endiosados y adulados como su vida. Encarcelado por denunciar la corrupción moral de Herodes, por arrebatar la mujer a su hermano, era, sin embargo, temido por el propio rey.
Siempre los poderosos han tenido un temor reverencial ante los profetas que denuncian sus excesos y los han procurado silenciar o atraerlos con privilegios y prebendas. Una danza fue suficiente para que la cabeza del Bautista fuese entregada a la reina adúltera, por mediación de Salomé. Herodes es el paradigma del poderoso que con tal de conservar el poder sacrifica fidelidades y lealtades para entregarlas a sus aduladores y bufones en refinadas bandejas mediáticas.
¿Y nosotros?
Juan creyó en su misión; cree tú en la tuya. No se buscó a sí mismo y nada hizo por dejar su soledad y deslizarse en el séquito privilegiado de Jesús. Amigo del Esposo como era, se regocijó del júbilo del Esposo, contentándose con el terrible aislamiento de las mazmorras de Maqueronte, de donde no salió más que para el cara a cara de la eternidad.
Juan no era la luz, sino testigo de la luz. Juan era la voz, Cristo era la Palabra. Nosotros, llamados por nuestro bautismo a ser profetas y testigos, no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo: Él tiene que crecer y nosotros tenemos que menguar. Hemos de superar nuestros deseos de protagonismos humanos, para dejar que brille la luz de Cristo. No podemos pretender robarle a Dios la gloria.
Sabemos que el término mártir viene del griego y significa "testigo", lo mismo que "martirio" significa "testimonio". Por lo tanto, los mártires son los testigos de la fe y eso debemos ser nosotros.
Mártir, por lo tanto, no es sólo el que derrama su sangre, sino que lo es también aquel que, día a día, da su vida por sus hermanos en el servicio del Evangelio.
Que la celebración de hoy nos ayuda a meditar sobre nuestra identidad como cristianos y como testigos del Evangelio.