La narración de la Última Cena por parte de San Marcos, el evangelio más antiguo, nos explica con concreción precisa el paso de la Antigua a la Nueva Alianza. Jesús es el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Los antiguos sacrificios expiatorios ya no tienen sentido. La entrega de Cristo de su Cuerpo y su Sangre es la definitiva y eterna alianza entre Dios y todos y cada uno de nosotros, los hombres. En la eucaristía, cuando el sacerdote presbítero pronuncia las palabras de Cristo y eleva el pan y el cáliz, nosotros, también sacerdotes, estamos participando en vivo y en directo del gran milagro de Amor que Dios nos ha concedido y que concluye con la comunión y el envío.
Todos los cristianos lo somos en verdad no solo por estar inscritos en un libro de registro o por asistir a la eucaristía, sino ante todo porque participamos en el Sacrificio Redentor de Cristo con la eucaristía y con nuestra vida de entrega generosa para la construcción del Reino. Porque comulgar con Cristo es ser otro Cristo entre los hombres y, por tanto, estar dispuestos a ser en Él y por Él sacerdotes, profetas y reyes en un mundo que, en la realidad, todavía no lo conoce y camina a la deriva, porque nosotros preferimos, como los antiguos judíos, llorar y lamentarnos por un mundo que no tiene remedio.
“«Si me mandáis, Señor, hacer lo que vos hicisteis, dadme vuestro corazón». Este ha de ser vuestro ahínco: «Señor, dadme vuestro corazón». Estas vuestras oraciones, éstas vuestras disciplinas, éstos vuestros ayunos, éste vuestro decir de misas. ¿Hay más que esto? Quien da su corazón, ¿qué no dará? Esto es comulgar. Así como el pan deja de ser pan y se transubstancia en el cuerpo de Cristo, así el hombre deja de ser quien era y entra en el corazón de Cristo.” San Juan de Ávila. Sermón 57