La liturgia señala para esta celebración ese texto evangélico. Entiende que cuando en la cruz Jesús encomienda al discípulo amado, Juan, a su madre, encomienda a toda la Iglesia, entonces en plena infancia. Así se ha considerado a lo largo de la historia. Más aún, es la nueva Eva, la nueva madre de la humanidad. Esa visión del texto implica dar sentido pleno y más amplio a lo que podría ser una preocupación de Jesús por el joven Juan, tan unido a é: le encomienda a María. A su vez, ve la soledad de su madre y quiere que la supere conviviendo con Juan en la misma casa. Se ayudarán mutuamente a superar la ausencia del hijo y el amigo entrañable. La figura maternal de María ha sido reconocida por el pueblo de Dios a lo largo de los tiempos. Madre de cada uno, así la consideramos los cristianos. Pero la proclamación de Madre de la Iglesia, da un sentido más amplio, más institucional a esa maternidad. Sin que lo institucional, limite el afecto propio de la maternidad, sino más bien lo consolide. Sabemos que somos Iglesia de Cristo, no de María. Pero María ocupa en la Iglesia el lugar de la hermana mayor que hace de madre, porque lo fue de quien es el fundador, su centro y razón de ser. Sí es necesario, y ahí hemos de centrar nuestra reflexión, que nos preguntemos si esa maternidad institucional, la vivimos cada uno. Si sentimos a María como la madre que nos conduce a Jesús. Si cada uno la hemos recibido en nuestra casa, como Juan. Esa casa que, ante todo, es nuestro mundo interior, o sea: nuestros afectos, nuestros propósitos, nuestros compromisos más esenciales. Hemos de llegar a que la maternidad de María sobre la Iglesia, genere en cada cristiano la conciencia de que vivimos entre hermanos, hijos de la misma madre, y a relacionarnos como tales. ¿Sabemos convivir así en nuestra Iglesia? |