Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.
Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad.
La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor.
Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
Es palabra del Señor
REFLEXION
Entrando en el pasaje, este no hace otra cosa que destacar elogiosamente lo que el cristianismo paulino (y, como acabamos de ver, la carta a los Hebreos) - repite sin cesar: que sólo la fe – en Cristo - es salvífica. Así, tanto la hemorroisa judía como el jefe judío de la sinagoga son elogiados por haber descubierto esta verdad, lo cual no es sino un avance en la religión con respecto a sus coetáneos judíos, centrados en la eficacia salvífica de la observancia religiosa.
Y, sin embargo, un detalle no se nos escapa: en ambos casos, hay un contacto físico: o bien Jesús – la fuente del poder salvífico - es tocado (por la hemorroisa), o bien toca él (a la hija de Jairo). En los paralelos de Mateo 9 y Lucas 8, sucede lo mismo. Expliquémonos: en efecto, para muchos estudiosos, los orígenes ancestrales de la religión suponen el paso de la experiencia mágica a una experiencia espiritual de orden superior; sin embargo, también muchos nos recuerdan que nunca se abandonado del todo el sentido de lo mágico en la expresión religiosa.
Para el judaísmo, la lucha contra la superstición mágica era un empeño que nunca acababa de superarse y el naciente cristianismo se encontraba en la misma tesitura. Así, en el gesto físico del tocar, la fuente de salvación se “objetualiza”: Cristo se convierte en una reliquia medieval. ¿No sería necesario – conforme a la doctrina paulina de “sola fides” – superar tal vestigio mágico del pasado para que la “sola fe” sea en efecto “sola fe” y Dios deje de ser un fetiche?
Como cabría esperar, esto es lo que hace el Evangelio, pero no será el evangelio de Marcos, sino que habrá que esperar a Mateo, Lucas y Juan - textos posteriores que representan un avance y purificación de la fe - los que lleven a una mejor expresión el principio de “sola fe”. Así, en pasajes paralelos de Mateo 8, Lucas 7 y Juan 4, podemos ver este avance en otra narración de sanación, en este caso, de un centurión romano (Mateo y Lucas) y un funcionario real (Juan). En este caso, no hay ningún contacto físico, ni siquiera se recurre a la presencia de Jesús: es la pura fe del que cree la que desencadena la acción salvífica, lo que el evangelista no deja de enfatizar mediante una vehemente aprobación puesta en boca del propio Jesús.
Pero, nuevamente, no se nos pasa por alto el detalle: frente al caso anterior – protagonistas judíos – en este segundo, de fe estilizada, los protagonistas son paganos (y, en principio, oponentes por su condición social). Esta señal no debe de ser minusvalorada para comprender el desarrollo subsiguiente de la fe y la religiosidad cristiana a lo largo de los siglos.
En efecto, el proceso de esclarecimiento de la fe no terminó con el Evangelio, más bien comenzó con él; en su propio desenvolvimiento, la fe ha continuado buscándose y purificándose a sí misma, y no sólo en la persona de sinceros creyentes, sino especialmente por medio de aquellos que, por principio, serían los discordantes, los alejados, los oponentes: críticos, herejes, disidentes, agnósticos, ateos… personas que tanto y tanto han aportado al proceso de definición de la fe cristiana de modo que esta pueda esperar alcanzar a ser en verdad sola fe.
En este sentido, ya en la modernidad, la crítica de pensadores y filósofos, el desarrollo del conocimiento mediante las ciencias físicas, biológicas, la psicología… han resultado invaluables para el doloroso – insisto en este aspecto - proceso de depuración y rehechura de la fe cristiana, ayudándonos a descubrir no tanto lo que es Dios, sino aquello que llamábamos Dios y que no lo era, pues como ya decía Tomás de Aquino, más que conocer quién es Dios, podemos conocer qué no es.
De modo, concluyamos, que, cuando la fe se detiene en su devenir, se acomoda a lo dado, deja de desafiarse a sí misma, la religión que la expresa y materializa dice mentira de su objeto, que no es otro que Dios mismo. Por eso la religión ha de ser un continuo superarse en el desenvolvimiento de la verdad a la que aspira: Dios.
Con todo, entreverado con esta reflexión, no puedo evitar el pensamiento de todas esas mujeres sencillas, que, en su fe, acuden a tocar – como la hemorroisa de los evangelios – el manto de la Virgen de mi pueblo. ¿Será esta, acaso, verdadera fe, sola fe?