Cuando dejó a la gente y entró en casa, le pidieron sus discípulos que les explicara la parábola.
Esta es la raíz de la cuestión: nada que entre de fuera en el hombre puede hacerlo impuro. El humano ha confundido con bastante frecuencia el rito, que acerca y santifica, con un feroz ritualismo, esclavo de la letra, que sigue sin abrir los ojos, sin mirar qué es lo que a Dios agrada.
La lección del evangelio de hoy es bastante clara: no es la literalidad de las prohibiciones sobre comidas puras o impuras, sino lo que el corazón del hombre siente y practica. Es evidente que lo que entra por la boca acaba inexorablemente en la letrina sin que su impureza pueda manchar nuestro espíritu. No así los sentimientos que alejan el amor al prójimo de nuestra vida. Esforcémonos por hacer de nuestras actuaciones solamente aquello que beneficia al prójimo, porque eso es lo más importante. Nadie puede hacer daño a aquello que ama y, si atendemos a los ejemplos que Jesús nos pone parece claro y evidente que malo, y que hace malo al hombre, solo son aquellas acciones, u omisiones, que dañan al hermano.
La ley hay que cumplirla porque es el camino que nos lleva a la perfección humana. Una actitud farisaica nos empuja al cumplimiento de la norma solamente “porque es la norma” el ritualismo ciego nos lleva a abandonar lo bueno, lo divino que la ley tiene, que siempre está teñido con los colores del amor. Si el amor no está presente en los preceptos, hay que dudar que vengan de Dios.
Sigamos el rito, que nos llevará a la perfección, pero huyamos del esterilizante ritualismo que no nos llevará a Dios, sino que nos conducirá el error, porque en el ritualismo no está el amor, sino una actitud farisaica, seguramente exigente e inflexible, con apariencia de ser lo bueno. Recordemos que el sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado.
No nos dejemos engañar.