Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado.
Ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día.
Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día».
Es palabra del Señor
REFLEXION
Esta es la cuestión: Cristo está a nuestro lado, nos habla, nos da signos, pero no los terminamos de ver. Cada día despertamos ¡vivos!, ¡primer milagro diario!; abrimos los ojos y la luz del día nos inunda, pero nos pasa desapercibido este segundo milagro, también diario. Puede que en nuestra ventana haya una maceta florecida, y, ahí, tendremos otro milagro. Pronto oiremos la vida a nuestro alrededor y ya los milagros son incontables y se suceden sin solución de continuidad, pero nos cuesta ver la mano de Dios en todos y cada uno de ellos. ¡Son tantos que los “vemos y no creemos”!
En el fragmento que leemos hoy, se repiten dos frases, en español iguales, en arameo no sé cómo sonarían, pero en ambas Jesús nos dice: “¡… y yo lo resucitaré en el último día!” Esto del “último día” siempre me ha traído problemas: ¿Dónde está el último día? Creo que serán miles las homilías en las que se me identifica ese último día con un fin del mundo total y absoluto, para todos y cada uno. Un día en el que resucitaremos todos los buenos, algunos dicen: “con los mismos cuerpos y almas que tuvimos”. ¿Qué tuvimos cuándo?, porque mi cuerpo octogenario no sé si me anima a esa resurrección, y esperar tanto tiempo se me hace largo...
Si cuando cierro los ojos a esta vida humana me integro en la “Eternidad” de Dios, ¿tendré que seguir, no sé dónde y no sé cómo, esperando esa resurrección universal o ya estaré en ese eterno “ahora” de Dios y, por lo tanto, resucitado?