Jesús resucitó en la madrugada, el
primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que
había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían
vivido con Él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que
había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra
figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a
comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a
la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad
y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto
resucitado. Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda
la creación».
REFLEXION
Hoy, el Evangelio nos ofrece la oportunidad de meditar
algunos aspectos de los que cada uno de nosotros tiene experiencia: estamos
seguros de amar a Jesús, lo consideramos el mejor de nuestros amigos; no
obstante, ¿quién de nosotros podría afirmar no haberlo traicionado nunca?
Pensemos si no lo hemos mal vendido, por lo menos alguna vez, por un bien
ilusorio, del peor oropel. En segundo lugar, aunque frecuentemente estamos
tentados a sobrevalorarnos en cuanto cristianos, sin embargo el testimonio de
nuestra propia conciencia nos impone callar y humillarnos, a imitación del
publicano que no osaba ni tan sólo levantar la cabeza, golpeándose el pecho,
mientras repetía: «Oh Dios, ven junto a mí a ayudarme, que soy un pecador» (Lc
18,13).
Afirmado todo esto, no puede sorprendernos la
conducta de los discípulos. Han conocido personalmente a Jesús, le han
apreciado los dotes de mente, de corazón, las cualidades incomparables de su
predicación. Con todo, cuando Jesucristo ya había resucitado, una de las
mujeres del grupo —María Magdalena— «fue a comunicar la noticia a los que
habían vivido con Él, que estaban tristes y llorosos» (Mc 16,10) y, en lugar de
interrumpir las lágrimas y comenzar a bailar de alegría, no le creen. Es la
señal de que nuestro centro de gravedad es la tierra.
Los discípulos tenían ante sí el anuncio inédito
de la Resurrección y, en cambio, prefieren continuar compadeciéndose de ellos
mismos. Hemos pecado, ¡sí! Le hemos traicionado, ¡sí! Le hemos celebrado una
especie de exequias paganas, ¡sí! De ahora en adelante, que no sea más así:
después de habernos golpeado el pecho, lancémonos a los pies, con la cabeza
bien alta mirando arriba, y... ¡adelante!, ¡en marcha tras Él!, siguiendo su
ritmo. Ha dicho sabiamente el escritor francés Gustave Flaubert: «Creo que si
mirásemos sin parar al cielo, acabaríamos teniendo alas». El hombre, que estaba
inmerso en el pecado, en la ignorancia y en la tibieza, desde hoy y para
siempre ha de saber que, gracias a la Resurrección de Cristo, «se encuentra
como inmerso en la luz del mediodía».