Es palabra de Dios
REFLEXION
El Evangelio nos sitúa en un contexto un tanto
particular, en la altura de una montaña. Es el espacio de la cercanía e
intimidad con Dios, y en su cima se acorta la distancia entre lo humano y lo
divino. Allí se fomenta la relación interpersonal con Dios, pues -según la
imagen clásica- al estar más cerca del cielo se puede dialogar con el Hacedor
sin dificultad y la súplica es escuchada. Aparece también al
inicio un verbo que nos habla precisamente de la intimidad que precisa el
discípulo para llenarse de la enseñanza del Maestro: «llevó consigo». A
los que pertenecen a su grupo, Jesús «los lleva consigo».
El Maestro se transfigura ante sus discípulos. El
escenario se llena de luz, que en definitiva viene a apuntar la misión del
mismo Cristo: su pasión, muerte y resurrección. Y en esa misión estamos
incorporados todos los discípulos, todos los bautizados. Entrar a formar
parte de la luz de la resurrección, y la misión de ser luz en medio de un mundo
alcanzado por las heridas de tantas tinieblas es la tarea de los que siguen a
Jesús.
La voz del Padre nos marca el camino de
entrada en la luz de la resurrección. Solo pasaremos allí si somos capaces de
escuchar a su Hijo Jesucristo. Su vida, acciones, gestos, miradas de ternura,
su capacidad de sentir compasión, etc, son las ráfagas de luz que nos ha dejado
el Nazareno, con las que ha ido sanando las heridas del mundo. La luz que vino
a los suyos y los suyos no fueron capaces de percibir (Cf. Jn 1, 11). La luz
que nos habla de un amor entregado hasta el final, de pan partido y sangre
derramada que se hace ofrenda transfigurada por su amor.