REFLEXION
Dios a la hora de acercarse a los hombres ha dado sus
pasos. Antes de hacernos el gran regalo de su hijo Jesús, quiso que un
precursor empezase a hablar de él con fuerza. Ese precursor fue Juan el
Bautista. Desde antes de su nacimiento, los signos especiales le rodearon. Nace
de unos padres, Zacarías e Isabel, ya de avanzada edad y siendo Isabel estéril
hasta entonces. Se rompe la tradición de llamarle como a su padre y le llamarán
Juan porque está acorde con la misión que va a realizar. Juan significa “Dios
es propicio”, “Dios se ha apiadado”, “Dios es misericordia”.
Su misión va a ser presentar a Jesús, el Mesías, como el
que nos quiere a todos los hombres, el que siempre nos es propicio, el que
siempre con nosotros va a tener entrañas de misericordia y nunca de estricta
justicia y de castigo.
Llegado el tiempo, se dedica de lleno a proclamar la
próxima venida de nuestro Salvador a orillas del Jordán. A los que hacen caso a
su predicación les bautiza como signo de que quieren abandonar su vida de
pecado y meter de lleno a Dios en su corazón. Viviendo así una vida nueva.
Juan, como amigo de Dios, lleva también en su corazón la
verdad y la humildad. Por eso, con toda sencillez y humildad pregona a todos
los que se acercan a él que no es el Mesías, al que nos es digno ni de
desatarle las correas de sus sandalias. Y cuando aparece Jesús y es también
bautizado por Juan, les pide que se queden con Jesús y no con él. “Conviene que
él crezca y yo mengue”. Que es lo mismo que decirles: “Seguid a Jesús que es el
Hijo de Dios, el verdadero salvador de los hombres y no a mí”.
Y esa es la misma indicación que Juan el Bautista nos a
hace también a nosotros cristianos del siglo XXI. Lo nuestro es amar y seguir a
Jesús. Todo lo demás viene por añadidura.
Fray Manuel Santos Sánchez O.P.
Convento de Santo Domingo (Oviedo)