REFLEXION
Un
escriba se dirige a Jesús y le expresa su deseo de seguirle; y parece que lo
hace con entusiasmo, decisión y entrega. “Maestro, te seguiré vayas a donde
vayas.” En ese sentido, pueden chocar un poco las palabras con que Jesús le
responde: parece que, más que animar al escriba, quisiera decirle algo así como
“¿Tú sabes en la que te estás metiendo?”. A continuación, es un discípulo
el que le dice “Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre”; una petición
bien justa. Y sin embargo la respuesta de Jesús de nuevo nos desconcierta: “Tú
sígueme. Deja que los muertos entierren a sus muertos.” La verdad es que, a
primera vista, una se queda desconcertada. Parece un lenguaje muy duro.
Y quizás alguna vez hemos recibido este texto así, como un
jarro de agua fría; sentimos entonces que seguir a Jesús es demasiado exigente,
porque nos va a pedir renunciar a cosas importantes para nosotros y que por
tanto este seguimiento sólo es para personas especiales. Y sí, con
frecuencia en la interpretación que hemos recibido de este texto ha predominado
el acento en la exigencia del seguimiento o más bien en una manera de entender
esta exigencia que pone la mirada sobre todo en aquello a lo que se renuncia. Y
yo creo que lo que Jesús quiere es precisamente lo contrario, abrir
nuestra mente para que podamos acoger la novedad y la urgencia del Reino,
aquella que nos hace cambiar el punto de apoyo en el que fundamentar la vida;
aquella que nos introduce en un concepto más amplio de familia y de hogar.
La experiencia nos dice que ambos ámbitos son pilares
necesarios para poder adquirir la seguridad y confianza básicas que precisamos
para desplegar lo mejor de nosotros mismos. Sin embargo, Jesús nos invita a
colocar tanto la familia como la propia casa en un espacio vital mayor en
cuyo centro se halla la experiencia filial de confianza en el Padre. Él es
nuestro verdadero hogar y en torno a Él, hermanados en Cristo, vamos
construyendo una nueva familia abierta a cualquier persona, más allá de lazos
de sangre, pueblo o nación. No es que la propia casa y la propia familia no
tengan valor; claro que lo tienen. Pero adquieren una nueva perspectiva cuando
se resitúan y se reorientan, desde el absoluto del proyecto de Dios para esta
humanidad y esta creación.
Presentemos al Señor en este día nuestro mundo de
relaciones y también aquello que en estos momentos nos da seguridad en la vida.
¿Hay algo que en estos momentos necesitemos reorientar para poder vivir con mayor
plenitud nuestra vocación de hijos e hijas de Dios?
Hna. María Ferrández Palencia, OP
Congregación Romana de Santo Domingo