El Evangelio de San Lucas inicia
su narración precisamente con el nacimiento de San Juan Bautista y las
circunstancias maravillosas que lo precedieron. Isabel, estéril y muy anciana,
vio cumplirse sus deseos de descendencia al anunciar el ángel Gabriel a
Zacarías, su esposo, que Isabel le daría un hijo, al que habría de llamar Juan.
Cuando, después de la Anunciación, la Virgen María fue
a visitar a su parienta, «el niño saltó de gozo en el seno de Isabel». Isabel,
iluminada por el Espíritu Santo, exclamó: «¿Y de dónde a mí esto: que la madre
de mi Señor venga a mí?» (Lucas 1:41-44). Todas estas circunstancias realzan el
papel que se atribuye a San Juan Bautista como prefiguración de Jesucristo y
anunciador de su venida, papel reconocido por la doctrina cristiana.
Ya en su juventud, las inquietudes religiosas y espirituales de
Juan lo llevarían a liderar una secta judía emparentada con los esenios. De
reglas muy estrictas, los esenios eran una de las muchas sectas y comunidades
monásticas judaicas de la época (como las de los saduceos, fariseos y celotes)
que esperaban la llegada de un Mesías. Entre los esenios había un grupo,
llamado de los bautistas, que daba gran importancia al rito bautismal. Gracias
a los evangelios se
conoce la historia del grupo liderado por Juan Bautista, que llevaba una vida
ascética en el desierto de Judá, rodeado por sus discípulos.
Hacia el año 28, Juan el Bautista comenzó a ser conocido
públicamente como profeta; su actividad se desarrolló en el bajo valle del río
Jordán, donde predicaba la «buena nueva» y administraba el bautismo en las
aguas del río. En sus predicaciones, que tuvieron gran acogida por parte del
pueblo, exhortaba a la penitencia, basándose en las exigencias de los antiguos
profetas bíblicos.
Juan administró el bautismo a numerosos judíos, a quienes
pretendía purificar y preparar para la inminente llegada del Mesías; la
penitencia que predicaba no debía ser meramente formal y externa, sino que
tenía que comportar un auténtico cambio en la forma de vivir y de actuar. Poco
después de la iniciación de su ministerio, Jesús de Nazaret recibió
el bautismo de manos de Juan, pese a que el Bautista no quería hacerlo aduciendo
que «soy yo quien debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» (Evangelio
de San Mateo,
3:14). En los Hechos de los Apóstoles se distingue este
bautismo, «con agua», del realizado por Jesús, «en Espíritu Santo» (Hechos,
1:5).
El tono mesiánico del mensaje del Bautista inquietó a las
autoridades de Jerusalén, y Juan fue encarcelado por Herodes Antipas,
tetrarca de Galilea, cuyas inmoralidades había denunciado. San Marcos narró
en su Evangelio (6:14-29) la muerte de San Juan Bautista: Salomé, hija
de Herodías (la esposa de Herodes Antipas) pidió al tetrarca por indicación de
su madre la cabeza del profeta, que le fue servida en una bandeja. El cuerpo de
Juan fue probablemente enterrado por sus discípulos.