REFLEXION:
Los saduceos
del tiempo de Jesús no creían en la resurrección y la ridiculizaban, como en
esta ocasión, en que argumentan a partir de la llamada ley del levirato (una
ley que prescribía a los hermanos del difunto, que había muerto sin hijos,
casarse con su viuda para suscitar descendientes a su hermano). Jesús responde,
en primer lugar, afirmando que la resurrección no puede enjuiciarse como si se
tratara de una prolongación de la vida presente. Es algo totalmente distinto,
es otro mundo y no se puede razonar aplicando los criterios de aquí. Los
bienaventurados “serán como ángeles”, en el sentido de que su vida estará
centrada ante todo en la alabanza y en el servicio de Dios.
En segundo
lugar, Jesús evoca al Dios de los patriarcas, Abrahán, Isaac y Jacob, de los
que hablan los libros del Pentateuco (los únicos libros que aceptan los
saduceos). Da a entender, de esa manera, que Dios, que los eligió, sigue siendo
fiel a ellos y la muerte no podrá poner término a esa fidelidad. Esta realidad
debiera mover a sus interlocutores a reconocer que ese Dios, poderoso y dueño
de la vida, quiere que todos vivan para siempre.
Para nosotros,
este razonamiento de Jesús contiene dos sabias advertencias: una, que no
podemos entender la resurrección con nuestras categorías terrenas y limitadas,
sino que hemos de aceptarla como un misterio de fe (y a la luz del conjunto de
la Escritura); otra, que, si creemos en el poder de Dios y en su permanente
obrar a favor de la vida, no podemos extrañarnos de que nos haya creado y
destinado para vivir siempre con él.
Preguntémonos
sinceramente: ¿Cómo entendemos nosotros eso de “vivir para siempre”? ¿Creemos
de verdad que Dios cuida ahora de nosotros y nos concederá después vivir para
siempre?
Fray
Emilio García Álvarez O.P.
Convento de Santo Tomás de Aquino
(Sevilla)