Es palabra del Señor
REFLEXION
Hoy,
más que nunca, resuenan las palabras de Jeremías en este mundo a la deriva.
Detrás de una guerra cruel y cada una de sus víctimas, clama la voz del profeta
advirtiendo la desdicha. Tal vez, la raíz del mal esté en confiarnos demasiado
los unos de los otros. Poner el norte en el hombre nunca garantiza estar a buen
recaudo, cuando sople fuerte el viento. Aprendimos muy pronto a salvar el
pellejo dando besos perfumados de veneno y puñaladas traperas en la espalda del
amigo, a morder la mano que nos da de comer sin previo aviso. El corazón
enfermo del hombre se yergue como dueño caprichoso del destino. Entonces
sopesamos el riesgo a cada paso y la huella se llama incertidumbre. El temor
recorre sigiloso el mapamundi y la sospecha es el ama del castillo.
A
pesar del aviso tan lejano y cercano al mismo tiempo, aquí seguimos equivocando
confianzas. El hombre parece no escarmentar de la experiencia. Le gusta vivir
al borde del precipicio, pues sus miras son demasiado cortas. Confiar en el
hombre siempre acarrea desasosiego, frustración y desengaño. Todos compartimos
cicatrices con nombres propios, heridas que nacieron de creer demasiado en
alguien y olvidar la fragilidad humana. Por eso, necesitamos los servicios del
mejor cardiólogo, para que sane nuestro corazón de tantas seguridades con
demasiado sabor a tierra. Sólo Dios puede restañar la decepción de quienes
confiaron a ciegas en la criatura y no fueron capaces de levantar la mirada y
contemplar a su Creador, por encima de todo.
Pero
nada está perdido. Dios mismo se encarga siempre de echar un Lázaro en nuestro
portal, para darnos una nueva oportunidad cada día. Sigue recordando la Alianza
y aún en su recuerdo siguen vivos los paseos por el paraíso. Aún con mil
razones para dejarnos a nuestra suerte sigue testarudo en su propósito de
salvar la creación de sus desvelos. Y se vale de alguien que se convierte en
lazarillo para que nuestra riqueza no nos arrastre al tormento. Todos tenemos
un Lázaro a quien atender, escuchar, comprender, ayudar. Pero hay que saber
descubrirlo en nuestro entorno tan lleno de cosas la mayoría superfluas y de
personas acostumbradas a la mediocridad de lo inmediato.
El
mendigo murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán, al rico no vino
a buscarlo nadie. Lo enterraron junto a su egoísmo y su falta de caridad. Vivió
confiado en la riqueza, cavando la tumba en tierra seca. Hizo oídos sordos al
lamento de la luz, mendiga deseosa de irradiar el rico corazón sumergido en la
lúgubre oscuridad de la noche. Pero no pudo ser a pesar de tanto intento, los
perros fueron los únicos que lamieron las llagas como queriendo apaciguar el
sufrimiento. Y, como nos pasa siempre, luego vienen las lamentaciones, las
llamadas de auxilio que llegan demasiado tarde. La salvación estaba echada en
el portal y vivió de espaldas a ella.
Así
también nosotros navegando en nuestros linos y púrpuras, seguros de nuestros
banquetes, haciéndonos los olvidadizos al pasar por el portal que nos denuncia.
Sería cuestión de buscar nuestro Lázaro a toda prisa, pues él tiene la llave
que destruye el abismo inmenso. Aprovechar este tiempo favorable para descubrir
las luciérnagas de Dios en la periferia de la mansión donde reina la opulencia.
Esa que nos pasa factura y nos deja a las puertas de la gloria.