Martín es bautizado
en la iglesia de San Sebastián, donde años más tarde Santa Rosa de Lima también
lo fuera.
Son misteriosos los
caminos del Señor: no fue sino un santo quien lo confirmó en la fe de sus
padres. Fue Santo Toribio de Mogrovejo, primer arzobispo de Lima, quien hizo descender
el Espíritu sobre su moreno corazón, corazón que el Señor fue haciendo manso y
humilde como el de su Madre.
A los doce Martín
entró de aprendiz de peluquero, y asistente de un dentista. La fama de su
santidad corre de boca en boca por la ciudad de Lima.
Martín conoció al
Fraile Juan de Lorenzana, famoso dominico como teólogo y hombre de virtudes,
quien lo invita a entrar en el Convento de Nuestra Señora del Rosario.
Las leyes de aquel
entonces le impedían ser religioso por el color y por la raza, por lo que
Martín de Porres ingresó como Donado, pero él se entrega a Dios y su vida está
presidida por el servicio, la humildad, la obediencia y un amor sin medida.
San Martín tiene un
sueño que Dios le desbarata: "Pasar desapercibido y ser el último".
Su anhelo más profundo siempre es de seguir a Jesús. Se le confía la limpieza
de la casa; por lo que la escoba será, con la cruz, la gran compañera de su
vida.
Sirve y atiende a
todos, pero no es comprendido por todos. Un día cortaba el pelo a un
estudiante: éste molesto ante la mejor sonrisa de Fray Martín, no duda en
insultarlo: ¡Perro mulato! ¡Hipócrita! La respuesta fue una generosa sonrisa.
San Martín llevaba ya
dos años en el convento, y hacía seis que no veía a su padre, éste lo visita y…
después de dialogar con el P. Provincial, éste y el Consejo Conventual deciden
que Fray Martín se convierta en hermano cooperador.
El 2 de junio de 1603
se consagra a Dios por su profesión religiosa. El P. Fernando Aragonés
testificará: "Se ejercitaba en la caridad día y noche, curando enfermos,
dando limosna a españoles, indios y negros, a todos quería, amaba y curaba con
singular amor". La portería del convento es un reguero de soldados
humildes, indios, mulatos, y negros; él solía repetir: "No hay gusto mayor
que dar a los pobres".
Su hermana Juana
tenía buena posición social, por lo que, en una finca de ella, daba cobijo a
enfermos y pobres. Y en su patio acoge a perros, gatos y ratones.
Pronto la virtud del
moreno dejó de ser un secreto. Su servicio como enfermero se extendía desde sus
hermanos dominicos hasta las personas más abandonadas que podía encontrar en la
calle. Su humildad fue probada en el dolor de la injuria, incluso de parte de
algunos religiosos dominicos. Incomprensión y envidias: camino de contradicciones
que fue asemejando al mulato a su Reconciliador.
Los religiosos de la
Ciudad Virreinal van de sorpresa en sorpresa, por lo que el Superior le prohíbe
realizar nada extraordinario sin su consentimiento. Un día, cuando regresaba al
Convento, un albañil le grita al caer del andamio; el Santo le hace señas y
corre a pedir permiso al superior, éste y el interesado quedan cautivados por
su docilidad.
Cuando vio que se
acercaba el momento feliz de ir a gozar de la presencia de Dios, pidió a los
religiosos que le rodeaban que entonasen el Credo. Mientras lo cantaban,
entregó su alma a Dios. Era el 3 de noviembre de 1639.
Su muerte causó
profunda conmoción en la ciudad. Había sido el hermano y enfermero de todos,
singularmente de los más pobres. Todos se disputaban por conseguir alguna
reliquia. Toda la ciudad le dio el último adiós.
Su culto se ha
extendido prodigiosamente. Gregorio XVI lo declaró Beato en 1837. Fue
canonizado por Juan XXIII en 1962. Recordaba el Papa, en la homilía de la
canonización, las devociones en que se había distinguido el nuevo Santo: su
profunda humildad que le hacía considerar a todos superiores a él, su celo
apostólico, y sus continuos desvelos por atender a enfermos y necesitados, lo
que le valió, por parte de todo el pueblo, el hermoso apelativo de "Martín
de la caridad".
Su fiesta se celebra
el 3 de noviembre.