Es palabra de Dios
Hoy
se nos propone la continuación del relato del nacimiento de Jesús, que se leyó
la noche de Navidad, que se compone de tres partes (1ª vv.1-6; 2ª vv. 7-14; 3ª
vv. 15-21). Nos permitimos señalar que esta tercera parte del relato de Lucas
tiene un cierto sentido por sí mismo, en cuanto muestra la respuesta humana al
momento anterior que es todo él mítico, revelador, divino, angelical y
extraordinario. Los pastores ¿qué harán?, ¿buscarán al Salvador?, ¿dónde?, ¿es
suficiente el signo que se les ha dado? ¡Desde luego que si!, lo buscarán y lo
encontrarán. Pero lo buscarán y lo encontrarán con el instinto de los
sencillos, de los que no se obsesionan con grandezas; diríamos que lo
encontrarán, más bien, por instinto profético. El narrador no deja lugar a
dudas, porque quiere precisamente mostrar la respuesta humana al anuncio
celeste. Los pastores se dicen entre ellos algo muy importante: «lo que nos ha
revelado el Señor”. Y se van derechos a Belén, ¿a Belén?, ¿era esa acaso la
ciudad de David? Sí; lo fue, pero ya no lo era de hecho, porque Jerusalén había
ganado la partida. Pero como por medio está el anuncio del Señor, recuperan el
sentido genuino de las cosas. Y van a Belén, de donde procedía David, para
“ver” al Mesías verdadero. Es verdad, todo es demasiado ajustado al proyecto
teológico de Lucas, que quiere poner de manifiesto el designio salvador de
Dios.
Los
pastores, al llegar, encontraron el “signo”, aunque algo distinto: encontraron
a sus padres, de lo que no había hablado la voz celeste. Podría pensarse o
podrían pensar que encontrarían un niño abandonado, pero no; están sus padres
con él. Y ya no se mencionan los “pañales”, sino el niño acostado en un
pesebre. Lo más curioso de todo esto es que los pastores son los que vienen a
interpretar el hecho a todos los que lo escuchan. Son como los intérpretes del
mensaje que han recibido del cielo. No podemos menos de considerar que la
escena es muy formal desde el punto de vista narrativo. ¿Por qué? Porque Lucas
quiere que sean precisamente estos pastores, de fama canallesca en aquellos
ambientes religiosos, los que anuncien la alegría del cielo a todo el pueblo.
Eso es lo que se dijo en el v. 10 y el encargo que se les encomienda: tienen
que aceptar el “signo” e interpretarlo para todo el pueblo. ¿Serán capaces? Si
no hubieran sido los pastores, probablemente la alegría le habría sido birlada
al pueblo sencillo. Pero los pastores, en este caso, son garantía de la
inculturación del mensaje divino en el pueblo sencillo.
¡Hasta
María se asombra de esta noticia!, como si ella no supiera nada, después de lo
que le había “anunciado” (que no confidenciado) Gabriel. No obstante, Lucas
quiere ser solidario hasta el final. María también es del pueblo sencillo que,
de unos extraños pastores, sabe recibir noticias de parte de Dios. Y las guarda
en su corazón. Dios tiene sus propios caminos y de ahora en adelante veremos a
María “acogiendo” todo lo que se dice de su hijo (como en el caso de Simeón y
Ana) y lo que le dice su mismo hijo al dedicarse a las cosas que tiene que
hacer y anunciar, desde el momento de la escena de Jerusalén en el templo. Dios
está escondido en este “niño” y los pastores lo reconocen y alaban a Dios.
¡Quién iba a decirlo!.
El relato termina con el v. 21 donde lo más importante y decisivo
es poner el nombre del niño; la circuncisión pasa a segundo plano. Un nombre
que no es cualquier cosa, aunque no sea un nombre original, ya que el de Jesús
es bien conocido (es versión griega del hebreo Josué). Pero como en la Biblia
los nombres significan mucho, entonces el que se le ponga el nombre que se le
había anunciado, y no el que María elige, quiere decir que acepta, más si cabe,
que este niño, este su hijo, ha de ser el Salvador del pueblo que anhela la
salvación y que los poderosos le han negado. Es verdad que no se dice
explícitamente que María le puso ese nombre, aunque así aparece en la
Anunciación. Sabemos que el nombre se lo ponen sus padres (aunque el esposo de
María también queda en segundo término en el relato, como la circuncisión).
Incluso podíamos inferir que es todo el pueblo el que se encarga de aceptar
este nombre revelado que significa: Dios es mi salvador o Yahvé salva. Es una
“comunidad” la que reconoce en el nombre todo lo que Dios le regala. Por tanto,
en su nombre está escrito su futuro: ser el Salvador de los hombres. Por eso
María guardaba todas estas cosas en su corazón.
Fray Miguel de Burgos Núñez
(1944-2019)