Hace casi un
mes que nuestros pueblos y ciudades respiran un cierto sabor navideño
aromatizado de luces que engalanan calles e invitan al paseante, circunspecto
por la rapidez del paso del tiempo, a sumergirse en una vorágine de
preparativos (la mayoría de ellos materiales) para los que pequeños negocios y
grandes establecimientos pregonan tener el regalo perfecto, el aditamento
lustroso, las viandas más suculentas… con el fin de que todo desemboque en la
dicha de celebrar lo que llamamos ‘Navidad’.
Además, son
las segundas ‘navidades covid’ y, aunque en algunos lugares más privilegiados,
la situación haya ido mejorando poco a poco, hay muchos pueblos de nuestro
mundo a los que apenas se han asomado las vacunas y los medios que el esfuerzo
humano va logrando para superar la pandemia. ¡Qué grandes son los humanos
cuando se unen para luchar y mejorar la vida! La otra cara es la de constatar
que siempre hubo velocidades (‘posadas’ lo llama el evangelio de la Nochebuena)
para según qué países (más bien según qué personas y con qué recursos).
‘Navidades covid’ que también para muchos de nuestro lado se desdibujaran como
imposturas de tristeza y anhelos de lo perdido… para todos ellos también ha de
ser Navidad.
Puedo
imaginar que, algo más de 2000 años atrás, lo que dio origen a nuestras
navidades, se parecía más a un anhelo, a un misterio y a un desafío que a una
fiesta. Y, sin embargo, hay un algo que permanece. Pudiéramos nombrarlo como
deseo de ser con otros, como deseo de amar, como necesidad de encuentro, como
posibilidad de creer (aunque sea sutilmente y a regañadientes de lo religioso)
de que, en lo humano, hay algo tan grande, misterioso y bondadoso que hasta a
Dios se le antojó como posibilidad, como plenitud, como complicidad compartida
y lugar de redención. Lo humano, lo de Dios humanado, lo divino de lo humano….
Fr. Ismael González Rojas
Convento de Ntra. Sra. de Atocha (Madrid)