En su juventud,
Antonio, que era egipcio e hijo de acaudalados campesinos, se sintió conmovido
por las palabras de Jesús, que le llegaron en el marco de una celebración
eucarística: "Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y
dalo a los pobres...".
Así lo hizo el rico
heredero, reservando sólo parte para una hermana, a la que entregó, parece, al
cuidado de unas vírgenes consagradas.
Llevó inicialmente
vida apartada en su propia aldea, pero pronto se marchó al desierto,
adiestrándose en las prácticas eremíticas junto a un cierto Pablo, anciano
experto en la vida solitaria.
En su busca de
soledad y persiguiendo el desarrollo de su experiencia, llegó a fijar su
residencia entre unas antiguas tumbas. ¿Por qué esta elección? Era un gesto profético,
liberador. Los hombres de su tiempo -como los de nuestros días - temían
desmesuradamente a los cementerios, que creían poblados de demonios. La
presencia de Antonio entre los abandonados sepulcros era un claro mentís a
tales supersticiones y proclamaba, a su manera, el triunfo de la resurrección.
Todo -aún los lugares que más espantan a la naturaleza humana - es de Dios, que
en Cristo lo ha redimido todo; la fe descubre siempre nuevas fronteras donde
extender la salvación.
Pronto la fama de su
ascetismo se propagó y se le unieron muchos fervorosos imitadores, a los que
organizó en comunidades de oración y trabajo. Dejando sin embargo esta exitosa
obra, se retiró a una soledad más estricta en pos de una caravana de beduinos
que se internaba en el desierto.
No sin nuevos
esfuerzos y desprendimientos personales, alcanzó la cumbre de sus dones
carismáticos, logrando conciliar el ideal de la vida solitaria con la dirección
de un monasterio cercano, e incluso viajando a Alejandría para terciar en las
interminables controversias arriano-católicas que signaron su siglo.
Sobre todo, Antonio,
fue padre de monjes, demostrando en sí mismo la fecundidad del Espíritu. Una
multisecular colección de anécdotas, conocidas como "apotegmas" o
breves ocurrencias que nos ha legado la tradición, lo revela poseedor de una
espiritualidad incisiva, casi intuitiva, pero siempre genial, desnuda como el
desierto que es su marco y sobre todo implacablemente fiel a la sustancia de la
revelación evangélica. Se conservan algunas de sus cartas, cuyas ideas
principales confirman las que Atanasio le atribuye en su "Vida".
Antonio murió muy
anciano, hace el año 356, en las laderas del monte Colzim, próximo al mar Rojo;
al ignorarse la fecha de su nacimiento, se le ha adjudicado una improbable
longevidad, aunque ciertamente alcanzó una edad muy avanzada.
La figura del abad
delineó casi definitivamente el ideal monástico que perseguirían muchos fieles
de los primeros siglos.
No siendo hombre de
estudios, no obstante, demostró con su vida lo esencial de la vida monástica,
que intenta ser precisamente una esencialización de la práctica cristiana: una
vida bautismal despojada de cualquier aditamento.
FUENTE :
ACIPRENSA